lunes, 12 de septiembre de 2011

Fuentes, a mi pesar

Fuentes, a mi pesar



Hay personas que cuando se desvelan no saben muy bien qué hacer. A unas les da por encender la televisión y comer algo dulce y luego algo salado y luego otra vez algo dulce. Otras salen a la noche a beber whisky y fumar pitillos y jugarse a una carta su precaria realidad. Las hay que tienen la fortuna de dormir acompañadas y entonces tratan de despertar la atención o el deseo de su acompañante. Hay personas, más o menos desdichadas, que duermen solas y cuando se desvelan no tienen ganas de beber ni de fumar ni de comer siquiera, pero sí de leer, de leer y de perderse en un mar de páginas por no romper a llorar. Y todavía hay personas que cuando se desvelan no hacen nada, simplemente se quedan tumbadas en la cama, pensando en todas las cosas que han hecho en su vida y en todas las cosas que podrían haber hecho en su vida y en todas las cosas que nunca harán en su vida, y en algún momento de la noche, o del día, descubren que estaban dormidas y se despiertan y se desvelan. Y vuelta a empezar.

Me acabo de desvelar. No sé qué puedo hacer. ¿Ver la tele, fumar, pensar? No tengo ganas de hacer nada. Ni siquiera tengo ganas de ponerme a leer. La carne es débil y he leído todos los libros. Eso lo escribió Mallarmé y decenas de escritores se han hartado de citarlo para sí mismos. Yo no. Pero Carlos Fuentes (mexicano nacido en Panamá, una contradicción sólo aparente) bien podría suscribirlo tras haber escrito el ensayo que tengo en las manos, La gran novela latinoamericana, y que incorpora todos los libros y todos los autores que hay que leer para entender la literatura creada por los habitantes del Nuevo Mundo. (Todos, menos uno.)

¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿A quién debemos lealtad? ¿A nuestros padres españoles? ¿A nuestras madres aztecas, mayas, quechuas, araucanas? ¿A quién debemos hablarle ahora: a los antiguos dioses o a los nuevos?

El análisis que hace Fuentes de la narrativa latinoamericana desde los tiempos del descubrimiento y la conquista hasta la actualidad es pormenorizado, lúcido y alumbrador. Lo son sus comentarios sobre Borges, su admiración por Rulfo, su deuda con Carpentier. Lo son sus lecturas de Onetti, de Cortázar y de Bioy Casares. Lo son sus referencias a los autores del boom, García Márquez, Vargas Llosa, del bumerang, José Donoso, del post-boom, Ricardo Piglia, Tomás Eloy Martínez, y del crack, Jorge Volpi e Ignacio Padilla, entre otros. El ensayo de Fuentes tiene ambiciones enciclopédicas y, aunque su autor lo niegue, carácter totalizante. Es, por tanto, una obra fundamental, un libro de consulta para entender la literatura iberoamericana e incentivar su lectura.

El signo de la novela latinoamericana es la variedad. Las categorías del debate anterior (realismo socialista o realismo mágico, novela sociológica o novela política, artepurismo o compromiso) han sido superadas por dos cosas que definen en verdad a la literatura: La imaginación y el lenguaje. 

Entre esas dos coordenadas se organiza nuestra comprensión del mundo. Entre la realidad y la historia, entre la memoria y la ficción. Posiblemente, ningún otro lugar de la tierra haya generado en tan poco tiempo tantas versiones de sí misma como América Latina. La obra de Fuentes, un monumental fresco sobre la historia de México donde cada nuevo libro tiene un lugar designado, es un claro ejemplo de ello. La región más transparente (1958), Cambio de piel (1967) o Terra Nostra (1975), todas ellas forman parte, junto a títulos más recientes como Carolina Grau (2011), del mosaico milenario que supone La edad del tiempo, una de las aventuras narrativas más ambiciosas y colosales de la historia de la literatura de todos los tiempos. 

Cada época va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras. (…) Pero sea cual sea éste, cambien como cambien espacios y tiempos, habrá insatisfacción, habrá diversidad y habrá palabra. Se escribirán novelas y ninguna novedad técnica o divertida cambiará esta necesidad y este goce vitales, anteriores a todo marco ideológico y tecnocrático. De allí la fuerza, de allí la molestia, de allí el goce que se llama “novela”.

La novela como artefacto perfecto. La novela como mapa de un territorio inabarcable. La novela como mecanismo para entender la realidad. La novela como clave para aprender lo que no cuenta la historia, para investigar el pasado, alumbrar el presente y predecir el futuro. La novela como asidero, como salvavidas, como oración y como penitencia. La novela como depositaria de todas nuestras esperanzas. La novela como reflejo de todos nuestros miedos. La novela como compañera ideal para escudriñar la penumbra mientras esperamos la llegada del amanecer. ¿Y entonces?

Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.

Otra contradicción aparente. La realidad y la historia, ¿son la misma cosa? La literatura y la memoria, ¿qué son? La ficción. La fantasía. La noche, el día, la vigilia. ¿Por qué, a pesar de haber comido dulce y salado, a pesar de haber bebido y fumado, a pesar de haber leído a Fuentes, a pesar de haber repasado detalladamente los éxitos (escasos éxitos) y los fracasos (abundantes fracasos) de mi vida, por qué sigo sin poder conciliar el sueño? Basta de escribir. Basta de leer. Es hora de volver a la realidad. Sólo una cosa más.

El lector tiene en sus manos un libro personal. Ésta no es una “historia” de la narrativa iberoamericana. Faltan algunos nombres, algunas obras. Algunos dirán que, en cambio, sobran otros nombres, otras obras.

Yo digo que falta uno: Roberto Bolaño. Pero Carlos Fuentes tiene una excusa: al fin y al cabo, se trata de una selección personal. Sin embargo, no deja de sorprender que el mexicano haya incluido a la chilena Isabel Allende y no al autor de Los detectives salvajes y 2666, que es, probablemente, el escritor más personal, influyente y totalizante de cuantos latinoamericanos se han dedicado al oficio (ah, tormentoso oficio) de escribir.

La semana pasada pude hablar con Carlos Fuentes. Le hice una breve entrevista para la revista Tiempo (un semanal imperecedero, por otra parte). Entonces no pude evitar preguntarle por la ausencia de Bolaño. “Bolaño no está -me dijo- simplemente porque no lo he leído”. Me quedé mudo. ¿Es eso posible? Antes de despedirnos, Fuentes me prometió que la próxima noche de insomnio que le regalará el jet-lag cogería un libro de Bolaño y lo empezaría a leer. Magnífico, pensé. Hasta los grandes maestros de la literatura tienen algo que hacer cuando se desvelan.

Paseando a mister Walser

Paseando a mister Walser

Paseo por Madrid el primer día de septiembre. Parece que el verano se ha acabado antes de tiempo. Llevo una media hora hablando con un amigo por teléfono. Mi amigo está cansado. Siente que se ha equivocado, que en algún momento del camino ha tomado una decisión errónea y se ha desviado de sus objetivos, de sus ideales, de sus aspiraciones. ¿Qué me ha ocurrido?, me pregunta. No lo sé, le respondo. Mi amigo está convencido de que se está perdiendo algo, pero no sabe qué es. Quiero viajar y quiero estar más tiempo con mis amigos, quiero desarrollar mis inquietudes y también poner a prueba mis habilidades. Pero no lo hago. No me marcho de aquí, no salgo por las noches, no me arriesgo. ¿Qué puedo hacer?, me pregunta. Bueno, le digo sin tenerlas todas conmigo, yo creo que... En ese instante se acaba la batería de mi teléfono y se corta la comunicación. Me detengo un segundo y después sigo paseando. La vida continúa.

Robert Walser (Suiza, 1878 -1956) lo sabía mejor que nadie: Nunca hay que detenerse, nunca hay que dejar de caminar. Ésa es una de las primeras lecciones que uno aprende leyendo las Historias que ha editado Siruela en uno de sus preciosos volúmenes, un ejemplar ligero, sutil, trascendente y esperanzador. Un libro atemporal, aunque tiene casi un siglo, que puede y debe leerse hoy para dominar el pánico, para olvidar la resaca vacacional, para eludir la indecisión vital, o más directamente para mitigar la incertidumbre de nuestras vidas. ¿Por qué? Bueno, porque uno de sus principales objetivos es atrapar la belleza del instante y transmitirla. Porque elige con sumo cuidado palabras que pueden amansar nuestro carácter y aquietar nuestra locura. Porque persigue, anhela y deja constancia de la fugacidad y de la eternidad de la auténtica poesía. Pero, sobre todo, porque nos obliga a no detenernos, a seguir caminando.

Es extraño, no obstante, porque este genuino escritor, unos de los más influyentes en lengua alemana del pasado siglo, se pasó los últimos 30 años de su vida encerrado en un manicomio, adonde fue a parar, para mayor estupefacción, de forma voluntaria. ¿Es posible que un hombre trastornado (escuchaba voces en su cabeza) y proclive a tener comportamientos violentos (una vez que se emborrachaba) sea capaz de transmitir serenidad, belleza y aquiescencia con uno mismo y con el mundo exterior? Es extraño, ¿verdad? Es muy extraño. Sin embargo, no sólo es posible sino que además es irrefutable. Como sé que muchos de vosotros no me creeréis, sólo os puedo decir una cosa: Haced la prueba.

Haced la prueba y leed un libro cualquiera de Walser, Los hermanos Tanner, Jakob Von Gunten, El paseo, La rosa o este fragmentario y complaciente Historias, todos ellos publicados magníficamente por Siruela, y entonces lo comprenderéis. No digo que en esos libros no vayáis a encontrar asperezas emocionales, dificultades vitales, dramas cotidianos y castigos inmisericordes. En todos ellos los hay porque la vida es una experiencia dolorosa y solitaria y trágica. Walser lo sabía. ¿Por qué si no decidió voluntariamente apartarse de ella? La vida es un verdadero drama y seguir vivo requiere valentía, mucha energía y una férrea disposición de ánimo. Pero la vida… ¡ah, esa cosa! La vida es lo único que tenemos y lo único que nos queda y todos sabemos que la vida puede ser maravillosa. Y Walser, a pesar de todo, también lo sabía.

Walser sabía que estar vivo era una bendición aunque fuera un hombre que rechazaba la búsqueda del éxito, el ascenso social y la alabanza gratuita. Por eso abandonó muy temprano la literatura. Hasta que tomó esa decisión, aunque fuera un hombre que sufría a diario, Walser renunció a la compasión y trató de transmitir en cada texto, con cada palabra, la hermosa armonía que nos rodea, esa belleza cósmica, natural, que en pleno siglo XXI resulta difícil que nos pueda colmar de alegría: el silencio de la madrugada, el canto de los pájaros, el movimiento de las copas de los árboles, la quietud del agua de un lago, el florecimiento de la primavera, el olor del otoño, la pureza de los rayos del sol, el ir y venir del viento, el mundo, en definitiva, que se levanta y se acuesta y sigue vivo sin necesitar nada de nosotros. El escritor como potenciador de sinergias, como puente entre la posibilidad de que las cosas ocurran o no, como transmisor de percepciones. El escritor como fuente de pureza.

Entonces, ¿quién fue Robert Walser? Un escapista. Un loco. Un desdichado. Un hombre agradecido. Un enfermo convaleciente. Un enamorado. Un poeta. Un genio. Un escritor minucioso. Un detallista. Un espíritu ausente. Un pobre ingenuo. Un alma incansable. Para muchos de sus colegas, Robert Walser fue un ejemplo. Enrique Vila-Matas se ha valido de su poética de la renuncia para elevar su melancolía a categoría artística. Ray Loriga le profesa una absoluta veneración. Elias Cannetti le ensalzó como paradigma moral. Y Herman Hesse se atrevió a escribir que si las obras de Walser tuvieran cien mil lectores, el mundo sería mejor. Porque Walser fue, ante todo, un hombre que luchaba a diario por seguir vivo. Como todos nosotros.

El día de Navidad de 1956 Robert Walser estaba paseando por los alrededores del manicomio de Herisau cuando le sobrevino la muerte. Cayó al suelo y se quedó tendido sobre la nieve. Las causas de su fallecimiento no están del todo claras, pero es fácil imaginar que su corazón se cansó de caminar. Porque Robert Walser dejó de viajar y dejó de escribir y dejó de relacionarse con una sociedad a la que nunca llegó a pertenecer ni mucho menos a comprender. Pero nunca se detuvo.

Eso es lo que quería decirle a mi amigo cuando la comunicación se cortó. El verano se ha terminado y los días son cada vez más cortos y cuando llega la noche es fácil sentirse solo y pensar que nos hemos equivocado. Sin embargo, amigo mío, no te detengas jamás porque la vida continúa.

Haced la prueba.

Las máscaras de Lem

Cuando paseas a un chucho callejero a altas horas de la madrugada por una ciudad desierta del extrarradio de Madrid, todo es factible de formar parte de una novela negra. La noche, la soledad, los crímenes no confesados, los ladridos de un perro que se altera detrás de una verja mientras un chucho inocente y tú estáis parados enfrente de la incertidumbre. Cuando paseas a un chucho callejero a altas horas de la madrugada por una ciudad desierta del extrarradio de Madrid, lo más probable es que estés loco o estés solo o sufras insomnio y por eso mismo estés loco y solo. Ésa es la realidad. La mayoría de las veces no hay otra explicación.

La novela negra, o lo que tú y yo entendemos por novela negra, juega con nuestras expectativas ante los sucesos venideros. Por lo general, los malos son unos personajes a la vista infames aunque siempre queda alguno de ellos que parece tan bueno que nunca nos esperábamos que al final del siguiente capítulo iba a enseñar el cuerpo del delito. Los buenos, en cambio, toman decisiones que no entendemos y que nos hacen pensar que no saben nada de nada hasta que se va desvelando el enredo y la pista más inútil y menos esclarecedora es la que resuelve el misterio. ¿Me equivoco? Decidme, ¿me estoy equivocando?

La verdad, la novela negra, la novela policial, la novela de misterio, me deja frío, es más, me deja helado, podría decir que me deja totalmente indiferente. Por estos motivos no he leído tantas como debería para enlazar en estas breves tentativas un juicio sensato y consecuente. Veamos. He leído a Poe, pero Poe perturba en cada línea y el desenlace fatal es indisoluble a la narración. Por tanto, cumple su cometido. He leído a Conan Doyle, el equilibrista de las intrigas de Sherlock Holmes, y su verborrea circunvalar me distrae y me obnubila. He leído a Agatha Christie, qué bien se lee a Agatha Christie, pero la resolución de sus casos tan sólo consigue que levantemos una ceja y esbocemos una sonrisa cómplice, que bien mirado es más de lo que consiguen muchos libros. Sigamos. Luego vinieron Raymond Chandler, de quien no tengo más quejas que las de haber inventariado la idiosincrasia del detective moderno, con todos sus pros y sus contras; y acto seguido, Dashiel Hammet, un hombre contagiado de su espíritu y de su buen hacer, dispuesto a quebrantar las leyes de lo ridículo en unas tramas sencillas y a la vez rocambolescas, pero también del todo previsibles.

De todas formas, esto no aclara para nada cualquier cosa que tengamos que decir acerca de La investigación, la novela de Stanislaw Lem, el escritor polaco con mayor trascendencia internacional, con el permiso de Witold Gombrowicz… Aunque, la verdad, ¿quién sabe quién es Witold Gombrowicz? Qué más da. La novela de Lem, magníficamente editada por Impedimenta, aunque con más erratas en el texto de las que nos tiene acostumbrados, es una diatriba discursiva que planea sobre varias ideas sin esclarecer ninguna de ellas, todo lo cual es en realidad su mayor acierto y su mejor disculpa. A saber, la culpabilidad, la imaginación, la locura, la ciencia y los milagros. Porque, ¿quién podría imaginar que un recién fallecido una vez trasladado al depósito de cadáveres aún tenía fuerzas para trepar por una ventana y saltar al exterior? ¿Qué mente maligna, qué virus inverosímil, qué religión monoteísta, qué poder fáctico, pueden hacer posible el milagro de la resurrección “real”?

No quiero mentiros. He leído la novela hasta la última página porque tenía que hacerlo para poder redactar esta crítica. ¿Tenía que hacerlo? ¿Es esto una crítica literaria? Lo dudo. Dudo constantemente sobre el papel de la novela, el papel del crítico, el papel de la lectura, y el papel de las madrugadas desiertas en una ciudad del extrarradio de Madrid acompañado de un chucho callejero que está tan viejo y tan agotado que no oye ni ladra y ya ni siquiera ve. Esta misma noche, ese chucho, mi perro, se ha chocado con una señal de tráfico clavada en la acera. Si yo fuera un escritor lúgubre, satírico o nostálgico, compondría una escena terrorífica, inventaría una situación desternillante o, sencillamente, me echaría a llorar. Pero la única verdad es que no tengo ninguna respuesta. Bueno, quizá sí. Quizá tengo una. Digamos que Stanislaw Lem es un visionario y que Vacío Perfecto, publicada asimismo por Impedimenta (el primer volumen de la biblioteca del siglo XXI) es en realidad el legado que nos ha dejado este inteligentísimo polaco a los insensatos que todavía perdemos el tiempo delante de un trozo de papel y un marasmo de letras. La literatura, ah… ¡Qué magnífico invento!... Y qué estúpido. Como una señal de tráfico colocada en medio de la acera.

La locura, señores, no es un saco donde se puedan meter todos los actos que no comprendemos del ser humano. La locura posee su propia estructura, su propia lógica de actuación.

Paseando a mi chucho por una ciudad del extrarradio de Madrid, he pensado en todas las cosas importantes que podía decir sobre la vida, la novela y la muerte. Unos minutos más tarde he llegado a casa y lo único que ha perturbado mi mente ha sido la constatación de que las sombras que proyectamos en la pared nunca hacen lo que nosotros hacemos. En ese momento, lo reconozco, me he estremecido. ¿Y si nuestra vida no acaba cuando el detective logra llevar a buen puerto la investigación? ¿Por qué Reyes Muelas, la ilustradora de estos desvaríos narrativos, hace días que no me coge el teléfono y no sé por donde camina ni qué aire respira? ¿Estamos, tú y yo y Lem y Reyes realmente vivos?

Lo curioso era que la muerte había añadido valor a sus rasgos vulgares, les había otorgado un aire de reflexión extática. Se habían vuelto más expresivos que en vida, como si justo ahora que estaban muertos tuviesen algo que ocultar.
Si alguno de nosotros contestara a esa pregunta la novela negra sería un fraude. Pero no lo es.

Cuantos más hechos minuciosamente medidos, fotografiados y apuntados iba acumulando, tanto mayor era el sin sentido que se derivaba de la estructura resultante.

En una novela negra llega un momento en que todo encaja. Menos mal que Lem, ese polaco travieso, siempre guarda una bala en la recámara, un as en la manga, una máscara debajo de la mesa. Sólo por eso merece la pena adentrarse en las tinieblas londinenses que ensombrecen este libro. Un libro, otro libro de Lem, imprescindible y también mortífero. Porque vivir es jugar y jugar es probar y probar es morir y morir es revivir.


Ésa es la única verdad. Ésa, y que mi perro se ha quedado ciego.

La sombra de Olmos es alargada

La sombra de Olmos es alargada

Es curioso. Uno, cuando escribe, siempre intenta alcanzar la excelencia, la frase perfecta, la metáfora innovadora. Uno, cuando escribe, siempre intenta ser apoteósico y tremendamente sagaz, además de ingenioso, mordaz, inteligente, cautivador, emocionante, lúcido, sarcástico, estimulante y cáustico. En esas ocasiones parece como si uno sólo escribiera para deleitar a los demás, para dejarles con la boca abierta, para hacerles sonrojar. Y digo que es curioso porque, en realidad, lo más importante que le puede suceder a uno cuando escribe, además de conseguir todas esas cosas maravillosas mediante el uso de las palabras, lo verdaderamente sublime, lo increíblemente jodido, lo jodidamente increíble, es hacer reír al lector.

Para lograr ese objetivo tan noble no existe nada mejor que leer el libro del que estamos hablando. Según parece, Alberto Olmos (Segovia, 1975), uno de los jóvenes narradores más excelentes, ingeniosos, cáusticos, inteligentes y etcétera del actual panorama narrativo español, lleva más de cinco años parapetándose en el seudónimo de Juan Mal-herido para poner patas arriba nuestra concepción de la literatura, de la escritura y de la crítica literaria. Así, de los centenares de reseñas que ha publicado a lo largo de todo este tiempo en su blog de recomendadísima lectura (http://www.lector-malherido.blogspot.com/), Olmos ha seleccionado en torno a una cincuentena de entre las más rabiosas, cínicas y perversas que pueden y deben leerse con alegría y satisfacción porque 

(…) Lector Mal-herido arremete contra los libros malos, la decadencia de la palabra escrita, el entronamiento de medianías, el clima de silencio fariseo que aqueja la crítica literaria en nuestro país y, sobre todo, el pavor a encarnar esa figura de cuento que yo tanto admiro: el niño que señala al emperador desnudo.

Todos ellos, el emperador, los reyes, los príncipes y las princesas, los ilustres mandatarios, los consejeros, los burócratas, los funcionarios y hasta los obreros de la literatura, todos ellos salen mal parados en las páginas de este libro, todos ellos son, no sólo desnudados, sino también zarandeados, apaleados y posteriormente descuartizados en la plaza pública del pueblo a la vista de cualquier transeúnte, quien lejos de asustarse se detiene y goza del espectáculo y esboza una sonrisa cómplice y cuando la tortura ha terminado vuelve a su casa paseando entre nubes y sintiéndose incompresiblemente feliz porque piensa que todos ellos, sátrapas y gentilhombres, se han llevado su merecido.

De este modo deliciosamente sacrílego y cruel, Mal-herido pone en la cuerda floja a un premio Nobel como Ernest Hemingway: “es muy peligroso confundir tu semen con tinta pelikan”; a un fenómeno editorial como Stieg Larsson: “su primera novela es abyecta”; a un malabarista de la casualidad como Paul Auster: “lo malo de leer a Paul Auster es que uno está siempre deseando que no le guste”; y a una celebridad del erotismo como Marguerite Duras: “es una novela de mierda, El amante, y si ha vendido mucho es porque se hizo una película (una película de mierda) y porque, como digo más arriba, folláis poco y el sexo os lo tienen que dar por escrito”. Lo olvidaba. El concepto que tiene Mal-herido sobre la relación entre el sexo y la literatura es del todo perspicaz.

La relación entre el sexo y la literatura es fundamental y, sin embargo, en ninguna universidad van a decir nunca la gran verdad: escribo porque no follo. (O lo que viene a ser lo mismo: escribo para conseguir follar.)

Pero el recurso a lo zafio, a lo burlesco o a sucesivas ironías de contenido sexual explícito no es ni mucho menos lo más gracioso de estas críticas. Lo verdaderamente divertido es la sobrada inteligencia que demuestra el autor de estos ataques: cómo es capaz, adoptando una postura engreída, de que admiremos sus razonamientos deductivos, sus opiniones bizarras o sus derivas académicas, hasta el punto de estar dispuestos a cambiar la percepción que teníamos de una determinada obra. ¿Cómo puede ser? ¿Tan débil es nuestro criterio? ¿Tan débiles nuestras opiniones? Es igual. Todo esto no valdría de nada si no fuera acompañado de una circunstancia fundamental, inmaculada, y es que la escritura de Mal-herido es absolutamente genial.

¿Cuántas escritoras (mirad las solapas) son feas? Casi todas. Gordas, feas, desagradables, depresivas, ciclotímicas, sociópatas: eso es lo que las hace escritoras. Y escritores: gordos, feos, desagradables, ciclotímicos, sociópatas. Los guapos no hacen literatura; con suerte, hacen best seller. La literatura la forjan los que no están de acuerdo, los que quedan al margen, los que no saben moverse en las fiestas, los que necesitan estar solos para no vomitar encima de tanto gilipollas.

Lo más jugoso y a la vez lo más pendenciero de este libro son las alusiones a nuestros grandes y queridos hombres de letras de nuestra grande y querida patria. El talento y la fiereza de Mal-herido no se arredran lo más mínimo cuando al autor le toca hablar de prebostes hispánicos laureados e indestructibles como Pérez-Reverte, Muñoz Molina, Caballero Bonald, Vila-Matas, Sánchez Dragó, Martín-Santos y algún que otro escritor de un solo apellido como Cercas y Marías. Tampoco le tiembla el pulso a la hora de despotricar sobre autores latinoamericanos de recién hidalguía, como Fresán y su predilección por los prólogos, o, en opinión de Mal-herido, la exagerada fama lograda por Bolaño tras su temprana muerte. (Bolaño, según parece, es el archienemigo de Olmos por alguna razón misteriosa y, seguro, del todo pueril). En cualquier caso, merece la pena echar una ojeada al libro para comprobar in situ que el emperador no sólo va desnudo sino que está triste, viejo y moribundo.

Antes de terminar con esto, me he permitido hacer una lista de los libros que sí han superado los exigentes, intelectivos e inmisericordes presupuestos de Mal-herido. Con precaución pero sin demora, y bajo su entera responsabilidad, en los días sucesivos todos nosotros deberíamos inmiscuirnos en las páginas de alguno de los siguientes títulos:

1. Carta de una desconocida, Stefan Zweig.
2. El factor humano, Graham Greene.
3. Viaje sentimental por Francia e Italia, Laurence Sterne.
4. La vida secreta de Salvador Dalí, par lui même.  
5. La peste bucólica, Alejandro Cuevas.
6. Diario, Witold Gombrowicz.
7. El mundo interior del capital, Peter Sloterdijk.
8. Teoría King Kong, Virginie Despentes. 
9. El hospital de la transfiguración, Stanislaw Lem.
10. El simple arte de escribir, Raymond Chandler.
11. La novela luminosa, Mario Levrero.
12. Bueyes y rosas dormían, Cristina Sánchez-Andrade.
13. Mi suicidio, Henry Roorda.
14. Diarios 1892-1917, Leon Bloy.
15. Manual de literatura para caníbales, Rafael Reig.

Eso es todo, amigos. Si eres de los que leen, preocúpate. Mal-herido afirma:

La literatura es una puta mierda.

Si eres de los que escriben, anímate. Olmos preconiza:

Algún día acabará el tiempo de los emperadores.

Para todos los demás: haceos con un ejemplar de Trenes hacia Tokio, recién reeditada en un formato muy estiloso por Lengua de trapo, porque es, sin duda, la mejor novela de Alberto Olmos. Y es que, a pesar de lo que parece, Alberto Olmos es un hombre y él también ha escrito malas novelas y si no fuera muy tarde, o muy pronto, yo mismo jugaría a descuartizarle en la plaza del pueblo. Pero temo que mi instrumental de tortura sea inadecuado y mi valor insuficiente y entonces no lograré arrancar ni una sola carcajada al público y eso era lo único importante de todo este asunto. A saber, hacerte reír. ¿Lo he conseguido?

La vida exagerada de Ricardo Piglia

La vida exagerada de Ricardo Piglia
¿Tiene sentido hablar de literatura cuando el mundo tal y como lo conocemos parece a punto de acabarse? ¿Es cierto que el mundo está cambiando? ¿Pueden, podemos, las personas que vivimos en él convertir los sueños en realidad? ¿Qué tipo de sueños estamos pensando para todos y cuántos somos en realidad? ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? ¿Por qué estamos aquí, allí, donde sea que estemos, y cuál es la finalidad de todo esto? ¿Acaso importa? ¿Es que no es suficiente con reunirnos, levantarnos y pensar antes de que sea demasiado tarde? ¿Puede una hormiga detener a un elefante y preguntarle por qué camina y hacia dónde? ¿Qué es lo que tanto temen los políticos, lamentan los periódicos y anuncian los ciudadanos? ¿Qué es lo que estás esperando tú de todo este asunto?

La literatura permite pensar lo que existe pero también lo que se anuncia y todavía no es.

Un momento. ¿No se trata de eso? ¿Es que no se trata de eso? ¿Saber una realidad y cuestionarla y anticiparla y transformarla? ¿Mirar lo que se ve y ver lo que se mira? ¿Escuchar, participar, reaccionar? ¿Dirimir, combatir, resistir? ¿Creer, crecer,  comprender?

La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. ¿No es a la inversa del Quijote? El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee.

La verdad, no creo que sea necesario hablar demasiado del último libro de Ricardo Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940). Acaba de ganar un premio importante, un Premio con mayúsculas. ¿Cuál? Qué importa. Para mí no es el mejor libro de Piglia. ¿Cómo podría estar a la altura de Respiración artificial? La especialidad de Piglia, no obstante, es otra cosa. Las arenas movedizas. Los cambios de sentido. El terreno de nadie. El espacio y el lugar donde la literatura y el infinito abanico de posibilidades que nos depara se juntan, se confabulan y estallan. Como en El último lector. Como en Crítica y ficción. Como en Prisión perpetua. Pero es que tampoco se trata de eso.

Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y el punto de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, sólo otras interpretaciones.

Piglia, a lo largo de su dilatada y cuidada obra, parece haberlo comprendido todo. La literatura es el lugar idóneo para iniciar el movimiento. La lectura. La escritura. La revolución. Qué importa. La literatura es el principio, acaso también el fin.

Dos más dos, cinco, pensaba, pero nadie lo sabe. Y tenía razón. (…) Era una historia verdaderamente extraña, con aristas variadas y versiones múltiples. Igual que todas…

Hagamos un pequeño repaso a la literatura argentina antes de mudarnos de casa y vender la piel del oso. Veamos. Primero que nadie está Borges. Borges adoraba a Hernández, pero Hernández resulta un tanto patético en su letanía prosódica. Borges tenía dos maestros: Macedonio Fernández, mago del disfraz y del aforismo; y Roberto Artl, enemigo del dogma y de la cordura. Borges también tuvo amigos. Un tal Adolfo Bioy Casares, experto en la incertidumbre y la sorpresa; y un tal Juan Filloy, insaciable escritor de folletines. Julio Cortázar era más joven que ellos y quizá por ello renegó de su herencia y de su patria. Nadie es profeta en su tierra, me diréis. Error. Porque entonces surgió Sábato. Un largo lamento por la muerte de Ernesto. El siglo se nos venía encima cuando apareció Manuel Puig y nos envolvió en su tela de araña. El camino estaba marcado para Fogwill, adalid del exabrupto; César Aria, dueño del sarcasmo; y Ricardo Piglia, artífice de lo imposible. Ahora bien: ¿Y quiénes encauzan hoy por hoy el caudal del Río de la Plata? Veamos. Un torrente desbocado: Rodrigo Fresán. Un hombre atiborrado de fluoxetina: Andrés Neuman. Y un joven iluminado: Patricio Pron. La verdad, no hay de qué preocuparse. Todos juntos: No llores por mí Argentina.

Descubrir es ver de otro modo lo que nadie ha percibido. (…) Las consecuencias son más importantes que las causas. (…) No hay contingencia ni azar, hay riesgos y hay conspiraciones. La suerte es manejada desde las sombras: antes atribuíamos las desgracias a la ira de los dioses, luego a la fatalidad del destino, pero ahora sabemos que en realidad se trata de conspiraciones y manejos ocultos.  

Si quieres cambiar el mundo, adelante. Movilízate, levanta la mano, duerme sobre unos cartones en la plaza del ayuntamiento. Escribe pancartas, reparte comida, presta ayuda  a los más desfavorecidos. Acude a las asambleas, opina, apoya, propón tus ideas, enseña tus tatuajes. ¿Y después? Bueno, verás. Alguien tendrá que escribir acerca de todo lo que está pasando y alguien, es indispensable, tendrá que leerlo. ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cómo? Si quieres cambiar el mundo, adelante. Pero antes y después tendrás que leer. Y llegado ese momento, si además te gusta la literatura, ¡ah, amigo! Entonces, créeme, entonces te gustarán los libros que ha parido Argentina, y por extensión te gustará Ricardo Piglia.

Lo acusaban de ser irreal, de no tener los pies en la tierra. Pero había estado pensando, lo imaginario no era lo irreal. Lo imaginario era lo posible, lo que todavía no es, y en esa proyección al futuro estaba, al mismo tiempo, lo que existe y lo que no existe. Esos dos polos se intercambian continuamente. Y lo imaginario es ese intercambio.

Seamos realistas, pidamos lo imposible. El mundo, el Mundo, está en nuestras manos. ¿Qué diablos vamos a hacer con él? Por lo pronto, cogerlo en volandas y ayudarlo para que no se vuelva a caer. Entretanto, que alguien sostenga los libros porque, dicen, lo llaman democracia y no lo es. Todos juntos:




La verdad sobre el caso Mendoza

La verdad sobre el caso Mendoza

 
En una entrevista reciente, el pequeño gran hombre Fernando Arrabal aseguraba que la imaginación es la capacidad para combinar recuerdos. Me sorprendió y me gustó mucho esta definición, porque los pocos lectores que tengo o he tenido alguna vez siempre me han acusado de no tener imaginación, de escribir únicamente acerca de mis experiencias y mis recuerdos. Por este motivo, la primera pregunta que le hice a Plinio Apuleyo Mendoza (Boyacá, 1932) cuando nos conocimos fue si estaba de acuerdo con esta afirmación. Me dijo que sí. Naturalmente que sí. Y recordó la célebre idea de su amigo Mario Vargas Llosa sobre la ficción, que viene a decir que una novela es un strip-tease invertido: uno empieza desnudo y poco a poco se va vistiendo y maquillando con recuerdos, imágenes y fabulaciones.

La imaginación, por tanto, no sería otra cosa que una recreación personal, una versión en clave autobiográfica de la historia y de la realidad. Es decir, un punto de vista, una perspectiva. Un prisma fantástico y a la vez vulgar. O mejor, una arista: una línea que resulta de la intersección de dos superficies: la ficción y la realidad; la verdad y la mentira; la lectura y la escritura; la noche y el día; la vida y la muerte. Como la representación de la realidad colombiana de la que nos habla Mendoza en su último libro, Entre dos aguas. Como Martín, poeta y viajero, uno de los dos protagonistas de esta novela, que vive entre dos mundos, entre dos mujeres, entre dos realidades. Como Benjamín, el otro protagonista, el paradigma del buen soldado, entre el amor y la violencia salvaje, tratando de demostrar que las palabras son más poderosas que las armas, y que las buenas acciones son más efectivas que las operaciones militares. Porque la vida en Colombia es un juego a vida y muerte, y la versión oficial nunca dice toda la verdad.

La justicia en Colombia es ciega, lenta o infiltrada.
Si hay algo que caracteriza la trayectoria vital de este escritor colombiano es precisamente la búsqueda de la verdad. Periodista todoterreno y embajador de su país en Italia y Portugal, en los años 60, en París, fue director de la revista Libre, que aglutinó a los escritores del boom. García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Julio Cortázar fueron asalariados suyos, pero sobre todo fueron sus amigos. Por eso, es inevitable no preguntarle a Mendoza sobre la enemistad abierta y aparentemente irrevocable que desde hace décadas separa al autor de Cien años de soledad con el reciente ganador del Nobel. Mendoza, lacónico, se limita a lamentar esta situación y a desear que acabe de una vez. ¿Es eso posible? “Lo es. Me consta que cada uno de ellos se interesa por la salud del otro”. Sólo la cercanía de la muerte, ya que no lo ha conseguido la Academia Sueca, parece capaz de volver a unir los destinos de estos dos grandísimos escritores y sus no menos grandes egos.

El valor se aprende: La mentira gobierna el mundo.

La realidad en Colombia, en Latinoamérica, y acaso en cualquier parte del mundo, está dividida en dos planos: lo que sucede y lo que se dice que sucede. Por eso es tan interesante este libro. Por eso es tan interesante el polémico libro que escribió Mendoza con Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano. Porque vivimos simultáneamente y sin solución de continuidad una sucesión de realidades confusas, contradictorias y muchas veces incomprensibles. Porque la imaginación es un arma de doble filo cuando se trata de saber la verdad. Porque la mayoría de las veces hubiéramos preferido no saber cómo han sucedido realmente las cosas. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar y qué es lo que haremos cuando estemos allí?

En cualquier caso, como dice Jean Leenhardt en este libro, en la vida hay que elegir. La última pregunta que tenía preparada para Mendoza era una sucesión de contrarios que no pude trasladarle porque nos interrumpió la chica de prensa. El tiempo de una entrevista siempre es demasiado corto y al entrevistado siempre le esperan en cualquier otra parte. Me hubiera gustado preguntarle a Mendoza, por ejemplo, qué prefiere, si París o Roma, Madrid o Lisboa, Los Rolling o Los Beatles, Messi o Cristiano Ronaldo, el PSOE o el PP, las rubias o las morenas, la izquierda o la derecha, Margarita o Simonetta, Uribe o Santos, Chaves o Fidel Castro, Gabo o Vargas Llosa, Coca-Cola o Pepsi, pantalones o minifalda, guerrilla o paramilitares, legalización o contrabando, Microsoft o Apple, Mc Donalds o Burger King, Disney o Píxar, carne o pescado, acción o inmovilismo, arte o mercado, verano o invierno, prosa o poesía,  Lenin o Stalin, Martín o Benjamin, realidad o ficción, verdad o mentira. Me hubiera gustado preguntarle éstas y otras muchas cosas que no pude preguntarle porque el tiempo siempre es demasiado corto y en la vida siempre hay que elegir aunque a veces, algunas veces, demasiadas veces, la única elección posible es no elegir absolutamente nada y está bien que sea así. O no.

Debo aceptar que la vida, mientras no llegue la muerte, es siempre una novela inconclusa, y tal vez lo mejor para un poeta es que este enigma subsista.

Lo mejor para un poeta es, creo yo, encontrar un amigo, un lector, y procurar no hacerle perder el tiempo. El tiempo, ¿lo he dicho ya?, el tiempo siempre es demasiado corto y a todos nos están esperando en otra parte. No me imagino de dónde habrá sacado Vargas Llosa el tiempo necesario para leer esta novela y afirmar que “concilia magníficamente la ficción literaria y la historia viva”. Pero tiene razón. El afán por buscar la verdad, la claridad expositiva, la nostalgia que transmite cada escena, todo ello convierte esta lectura en una aventura (ah, la aventura de la lectura) hermosa y conmovedora, que nos obliga a situarnos, a posicionarnos, a elegir, mientras nos arrastra de un país a otro y sin concesiones de las confesiones de un viejo poeta y amante empedernido a las cruentas versiones de la realidad colombiana. Démosle, pues, las gracias a Plinio Apuleyo Mendoza por investigar, exprimir y retratar el enigma que siempre supone estar vivos, y por no habernos hecho perder el tiempo.

¿Cuántos años le quedan por vivir y, sobre todo, dónde y cómo los vivirá?

¿Cuántos? No importa. ¿Dónde? En cualquier lugar. ¿Cómo? Por lo pronto, y eso es mucho decir, valiéndose de la imaginación para llegar a la verdad.

Vila-Matas, etcétera

Vila-Matas, etc.

La literatura de Vila-Matas es la literatura de Vila-Matas & Co. La literatura de Vila-Matas es una literatura tan original como vasalla o al menos dependiente de otras literaturas. La literatura de Vila-Matas es una literatura que se nutre y se explica y se comprende por la existencia de otras literaturas anteriores, contemporáneas o imaginarias. La literatura de Vila-Matas es un río, un torrente de agua que arrastra e incorpora en su cauce cuanto se interpone en su camino y que lentamente, implacablemente, desemboca en el inmenso océano donde se encuentra con la literatura de Vila-Matas flotando a la deriva y allí, por fin, se juntan y se mezclan y todo, el río, el mar, el océano, se convierte en literatura, sin apelativos ni apellidos. Literatura. Ah.

Así es. La vida y la obra de Enrique Vila-Matas (1948) es consustancial a la literatura. Nada en su entorno ni en su prosa ni en su universo narrativo escapa de ella. Todas sus novelas y la mayoría de sus relatos brotan de un impulso literario que actúa como disparador, como detonante, como imagen primigenia, transitoria o ulterior. Todos sus personajes escriben o quieren escribir o piensan que escriben o escriben que quieren escribir o escribieron y ya no escriben en absoluto. Todos sus personajes leen o están leyendo o les gustaría leer o tienen pensado leer o precisamente porque han leído lo siguiente que hacen es ponerse a escribir. Y escribiendo llegan a conclusiones como ésta.

Ya he dicho antes que uno no empieza por tener algo que escribir y entonces escribe sobre ello, sino que es el proceso de escribir propiamente dicho lo que permite al autor descubrir lo que quiere decir.
El libro que ahora publica Debolsillo y que agrupa los cinco primeros libros de Vila-Matas es un ejemplo clarividente de por qué Vila-Matas es un escritor hecho de escritores, como escribió en su día Juan Soto Ivars. Cada uno de estos ligeros y atractivos libros nació como la prolongación de otros textos que en ese momento marcaban las primeras lecturas de su autor. En un lugar solitario es un ejercicio poético derivado de la lectura de Una meditación de Benet y de Nosotros dos del argentino Néstor Sánchez. La asesina ilustrada remite a ciertas florituras borgianas, además de a la estructura de Pálido fuego de Nabokov. Al sur de los párpados incorpora comentarios al modo nabokoviano de Ada o el ardor. Nunca voy al cine denota la influencia de Vida y opiniones de Tristram Shandy de Laurence Sterne. E Impostura acumula personajes y situaciones que parecen sacadas de las novelas de Robert Walser. Lo dicho. Literatura desde, hasta, hacia, para y por literatura.  

Porque, si se piensa bien, yo siempre he escrito ocultándome, dando falsas pistas y al mismo tiempo ofreciendo al lector aspectos insólitos de mis diferentes personalidades, todas verdaderas. Nada me molestaría más que saber quién soy, aunque la tensión de mi escritura procede de ahí, pues viene siempre de la empecinada, casi obsesiva, búsqueda de mi identidad más única, también la más próxima a la ficción, aunque al mismo tiempo, paradójicamente, la más cercana a la verdad.

Y la identidad. El eterno tema de Vila-Matas. Y el doble. Y “la voluntad de vivir una vida diferente”. Y las ganas de huir. Y la tentación de desaparecer. Y la búsqueda de sentido. Y el ocultamiento en la sombra.

Me asaltó esa sensación que venía persiguiéndome desde París y que acaso algún lector haya detectado. Iba andando por una calle, bebiendo champán en la barra de un bar, o escribiendo en la soledad de mi gabinete, y, de pronto, me llegaba la impresión de que mi vida era la variante de la vida de otro escritor más lúcido, inteligente, astuto, elegante y agudo que yo; no le conocía, pero confiaba en hablar y escribir bajo su dictado.
Y la finalidad de todo esto, de la escritura, de la literatura, de la vida.

Toda mi obra se puede leer como un largo movimiento detrás de la pregunta “¿Qué es lo que pretendo?”
¿Qué es lo que pretendes, Enrique Vila-Matas? Una posible respuesta: Mirar el mundo y tratar de comprenderlo. Escribir, pensar, leer, reaccionar.

El mundo parece estar lleno de mensajes en algún código secreto. Esa sospecha, que confirmo día a día, me mantiene muy alerta y me lleva a escribir sin apenas interrupciones.

Porque la literatura de Vila-Matas es un contino que no se detiene, una extensa red que te envuelve y va contigo allá donde vayas, una sucesión de preguntas sin respuesta y de respuestas que no han necesitado preguntas para representarse en tu mente, un torbellino, un laberinto, una infatigable carrera cuya meta siempre se aplaza y cuyos competidores nunca llegan a verse pero siguen corriendo, siguen leyendo, siguen escribiendo, infatigablemente, hasta que olvidan quiénes son y qué están haciendo aquí y entonces se paran, exhaustos, y no les queda más remedio que sucumbir a la evidencia. 

En realidad, cuando me quedo solo y no hay ni la más remota posibilidad de que alguien pueda espiar mis pensamientos, la literatura me trae sin cuidado. 

La literatura. Y el sentido del humor. Y Enrique & Co versus Vila-Matas. Y etcétera.

 

Últimas tardes con Rosa

Últimas tardes con Rosa

El mundo es una suerte de balanza que se descompensa y se equilibra sin que nosotros podamos hacer nada por evitarlo. ¿Es esto verdad? Depende. Por una maravillosa casualidad, esta semana he tenido la inmensa suerte de poder entrevistar a Rosa Regàs (1933), editora, traductora, escritora y viajera empedernida que a sus 70 y muchos sigue en pie, sigue escribiendo, sigue pensando, sigue viajando, sigue defendiendo sus ideas y sus ideas siguen siendo defendibles. Como ésta: la vejez mental no existe. O ésta: si tuviéramos un gobierno de izquierdas no estaríamos apoyando una guerra. O esta otra: vivimos en una sociedad machista, pero los más machistas son los escritores: muy pocos leen libros escritos por mujeres. En ese momento me di cuenta de que yo mismo todavía no había hablado aquí de ninguna escritora. Hasta que me crucé con ella.

No tengo más remedio que reconocer que Rosa tiene razón. La mayoría de los escritores no hacen caso a las escritoras (Ana María Matute es la tercera escritora, de una lista de más de 30 galardonados, en recibir el Premio Cervantes). Salvo los que están casados con ellas, muy pocos autores reconocen haber sido influenciados por la obra de autoras contemporáneas. ¿Por qué será? Por un lado, existe la creencia (errónea o, al menos, exagerada) de que la literatura escrita por mujeres está dirigida a las mujeres. Por otro lado, hay que rendirse a la evidencia: los hombres preferimos leer los libros escritos por hombres. ¿Es una cuestión de identidad, de pertenencia o de pura complacencia? No lo sé. Pero, desde luego, es un verdadero misterio, y un profundo error.

De la extensa obra publicada por Regàs en los últimos 20 años, que incluye novelas, relatos, libros de viajes y de artículos y de memorias, aparte de este nuevo libro, he de admitirlo, tan sólo he leído Azul, la hermosa y trágica y conmovedora historia con la que ganó el Premio Nadal en 1994. Por entonces Rosa tenía 61 años y sólo hacía un lustro desde que había decidido dedicarse de lleno a la literatura. Su firme y valiente apuesta sería coronada en 2001 con el Premio Planeta por su novela La canción de Dorotea (que desde ahora encabeza mi lista de lecturas pendientes). Gracias a la famosa y pingüe dotación económica del galardón, la escritora pudo “comprar tiempo”, y aprendió, entre otras cosas, esta sencilla y elocuente lección que incorpora a su último libro:

Tenemos todo el tiempo para ello. No el tiempo del pasado que es limitado e inamovible, no el tiempo del futuro que se nutre de la imaginación, de los presagios o del azar, sino el tiempo del presente, el tiempo real.

Enfrascados como estamos en una época donde impera el dogma de la juventud
, donde la consigna parece ser haz todo lo posible para seguir siendo joven aunque no lo seas, Regàs reivindica de manera lúcida y sensata la defensa, la aceptación y el aprovechamiento de la vejez. Su obra, más que una mirada, es una confesión, una dulce y amarga y ejemplificadora imagen de lo que significa seguir vivos. Quizá porque hacía mucho tiempo que no me paraba a escuchar cómo una persona mayor se enfrenta a su soledad, a la muerte, al deterioro físico o al aburrimiento, la lectura de este libro me ha provocado una serie de sensaciones, pensamientos, iluminaciones y alumbramientos que no me queda más remedio que denominar simple y llanamente como lo que es: una sincera, sencilla y profunda lección de vida.

Sí, es cierto, vemos la muerte más cerca, y el dolor de tanta experiencia acumulada nos pesa para seguir caminando, el cuerpo de deshace en achaques, nos acecha a todas horas el espectro de la soledad, y oímos la llamada constante de un pasado que puede suplantar al presente. Sí, todo esto lo sufrimos, y seguramente mucho más. Pero mientras nuestro cerebro funcione, mientras el pensamiento fluya y la imaginación y la fantasía nos alimenten, mientras la curiosidad siga creciendo, mientras multipliquemos la energía y el coraje, siempre habrá infinitos matices de luces y sombras en el juego de tejados que vemos desde la ventana, el mundo seguirá lleno de secretos que descubrir, nuestra alma esconderá aspiraciones que desvelar, y nuestro corazón no se negará a latir por una pasión, un compromiso, una lucha, un amor con el que, contra todo pronóstico, nos tropezaremos en el camino.

La literatura, algunas veces, contadas veces, tiene que dejar de lado la retórica, el uso de metáforas, la construcción de tramas y personajes, el planteamiento y la resolución de misterios, la ficción. Porque algunas veces, contadas veces, todos necesitamos que alguien se acerque a nosotros y nos pregunte qué tal estamos y nos cuente tres o cuatro razones por las que seguir moviendo el mundo bajo nuestros pies. La esperanza, la ilusión, el valor, no son más que palabras si no van acompañadas de sentimiento, de verdad, de amor.

Las bibliotecas seguirán llenas de libros que leer, la música ocupará como siempre todos los ámbitos del espacio y de la Historia e infinitos serán los colores y las formas que han sabido imaginar los artistas de todos los tiempos y de todos los continentes. Y en cada rincón del ancho mundo habrá siempre quien nos espere para que demos voz a los que no la tienen, energía a los cansados de luchar, inspiración a las causas justas por perdidas que estén.

El mundo, este mundo, es espantoso, injusto, cruel. Hay terremotos y guerras y asesinatos. ¿Qué podemos hacer? Me lo dijo Rosa. Me dijo: “Ser un ciudadano hoy en día es muy difícil porque todo es muy contradictorio. La política, la economía, la religión. ¿Cómo puede ser que un gobierno de izquierdas esté apoyando una guerra que tiene los mismos objetivos que la guerra de Irak, a saber: derrocar a los enemigos de Israel y quedarse con el petróleo del país?”. Por eso, porque el mundo es un lugar peligroso, porque la realidad es más dura que la ficción, por eso es necesario leer a Rosa Regàs y a Ana María Matute y a tantas escritoras que, para bien o para mal, escriben diferente a los hombres y construyen de esa manera otro mundo. Leer y aprovechar el tiempo que nos queda y tratar de ser mejores personas. Leer y resistir. Leer y reaccionar. Leer y pasar la tarde escuchando a las personas mayores que nosotros porque el mundo también les pertenece.

Es así como conseguiremos el gozo de la plenitud intelectual, emocional y sensual que dará sentido a nuestras horas y consuelo a nuestros tormentos; es así como dejaremos de ser criaturas de la rutina y de la costumbre y nos convertiremos definitivamente en criaturas de la imaginación.

Ha llegado la hora de cambiar el mundo. La hora de las mujeres. La hora de la verdad.

Cinco horas con Houellebecq

Cinco horas con Houellebecq


Lo reconozco: Houellebecq me pone cachondo. Desde luego, una afirmación así sólo es defendible en el caso de un escritor sicalíptico como es él. Por razones que no vienen al caso, es cierto, cada vez siento menos deseo hacia su literatura. ¿Será porque está envejeciendo? Puede ser. ¿Será porque yo estoy envejeciendo? Sí, lo más probable es que sea así. Me lo dijo (y lo repitió hasta la saciedad) un buen amigo a propósito de la vida que viene y que va. Dijo: Estamos mayores. Pero entonces yo no lo creí. ¿Y ahora? ¿Lo creo ahora?

Michel Houellebecq (1958) es un escritor que no deja indiferente. Al enfrentarse a él sólo quedan dos opciones: odiarlo con todas tus fuerzas; o amarlo incondicionalmente. Por supuesto, él mismo es consciente de ello y hace serios esfuerzos para que siga siendo así. ¿Por qué sino se presta a editar una recopilación de sus artículos publicados en los últimos 20 años donde demuestra su carácter polémico y perturbado(r)? Una posible respuesta: Porque este libro es, al mismo tiempo, una detallada explicación de su cosmovisión y clara muestra de su pensamiento. Otra: Porque la procacidad de su narrativa necesita una base teórica. Una más: Porque quiere seducirnos, conmovernos, convencernos, para luego destruirnos. 

Me gustaría anunciar buenas nuevas, pronunciar palabras de consuelo; pero no puedo hacerlo. Sólo puedo observar cómo se abre el abismo entre nuestros pasos y nuestras actitudes.

Es una fatalidad, pero es incuestionable: Leer a Houellebecq te hace peor persona. Sus posiciones son enérgicas, bien fundadas y necesarias, pero son catastróficas. El mundo, su mundo, es una pocilga. Más que un provocador, que actúa como una bomba y sólo pretende sembrar el caos, Houellebecq es un arma química: sus efectos se adhieren a la piel y perduran en el cerebro durante años. Hasta que caemos rendidos a la evidencia.

La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad.
No temáis a la felicidad: No existe.


La infelicidad como motor de la escritura. La infelicidad como origen y causa del sentir contemporáneo. La infelicidad como único sustento alimenticio. Y la literatura como bálsamo o antídoto. Defender esta postura es incómodo. Houellebecq, desde sus orígenes, antes de convertirse en novelista, se propuso decir lo que nadie quería escuchar. Lo hizo en sus ensayos y en sus poesías (no en vano, uno de sus libros se llama precisamente La búsqueda de la felicidad), y después lo repitió en sus novelas. Por lo menos, entonces, nunca nos ha mentido.

Mi obra se construye sobre la intuición de que el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal. Ante eso tomé la decisión de describir este estado de cosas y, quizá, de superarlo.

Es cierto. No hay que ser tan dramático, Michel. En algún lugar existe la posibilidad de superar el sufrimiento, el fracaso, el dolor. Existen la esperanza, las buenas acciones, el horizonte luminoso. Existe La posibilidad de una isla. Existen la redención y el éxtasis. Existe el amor. Plataforma, sin ir más lejos, y entre otras muchas cosas, es una intensa, dolorosa y magnífica historia de amor.

Que quede claro: la vida, tal cual, no es mala. Hemos realizado algunos de nuestros sueños. Podemos volar, podemos respirar bajo el agua, hemos inventado aparatos electrodomésticos y el ordenador. El problema empieza con el cuerpo humano.

Tal vez hayamos exagerado un poco. Leer a Houellebecq es una experiencia múltiple, a veces agradable y muy divertida, otras, por supuesto, funesta. Pero siempre inteligente. Houellebecq es un pensador lúcido, un intelectual concienzudo y postmoderno, un hombre consecuente que piensa lo que piensa, lo somete a juicio, lo analiza y lo compara con las opiniones de otros pensadores (sobre todo con Nietzsche y Schopenhauer) y, finalmente, emite un veredicto de raigambre psicológica, sociológica e histórica. 

Mientras insistamos en una visión mecanicista e individualista del mundo, seguiremos muriendo. No me parece sensato empeñarse durante más tiempo en el sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la idea del yo domina el mundo; ya es hora de tomar otro camino.

¿Y en cuanto a la narrativa? ¿Es Houellebecq un buen escritor? Una buena amiga está empeñada en que no lo es. A mí, desde luego, me lo parece. Como narrador, es cierto, a veces se comporta como un tramposo; a menudo, como un mago; siempre como un boxeador. Su literatura se construye sobre planos superpuestos, entre lo cotidiano y lo grotesco, sobre imágenes fatídicas y deslumbrantes, sobre emociones presentes y miedos futuros. Sus personajes nos atraen y nos repulsan. Sus destinos nos sobrecogen. Sus ansias y sus deseos nos subyugan, nos excitan y al final nos deprimen. Nos obligan a pensar en ellos y en nosotros mismos. Nos obligan a cuestionar todo lo que nos rodea. ¿Qué más se puede pedir a un buen escritor?

Cuando cae la luz del día, cuando los objetos pierden sus colores y sus contornos y se funden lentamente en un gris que poco a poco se vuelve más oscuro, el hombre se siente solo en el mundo. Esto es verdad desde sus primeros días sobre la tierra, desde antes de que fuera hombre; es mucho más antiguo que el lenguaje.

Pero nunca, nunca, hay que superar esa fina barrera que separa al escritor de su escritura, a la persona de su personaje. Hace unos años Houellebecq visitó Madrid para dar una conferencia. Estuve casi una hora haciendo cola para entrar. Le vi. Menudo, encorvado, impertérrito. Empezó a hablar de sus influencias literarias. Estuvo varios minutos intentando recordar si los libros de una colección antigua que leyó siendo niño eran verdes o amarillos, si pertenecían a su tío o a su abuelo, si estaban en una estantería o en encima de una cómoda. Me marché mucho antes de que terminara la charla.

Nos hemos divertido mucho, pero la fiesta ha terminado. La literatura, en cambio, continúa. Atraviesa períodos huecos, pero después resurge.

Me hubiera bastado que hubiera dicho algo así. Pero no lo dijo. ¿Por qué? Porque un escritor necesita de la escritura. Porque un escritor se explica y se comprende y se manifiesta durante el acto de escribir. Porque un escritor es todo lo que sea capaz de decir en un libro, durante esas cinco horas que pasemos con él, y eso es más que suficiente. En cuestión de semanas Anagrama publicará la última novela del francés, El mapa y el territorio. Eso es lo verdaderamente importante. ¿Y lo demás? Lo demás es silencio.

Perec, instrucciones de uso

Georges Perec, instrucciones de uso


Escucho el ladrido de un perro. Estoy dormido. Estoy soñando. Pero ¿y si estuviera despierto? Ando como loco por la calle San Bernardo. Georges Perec (1938 – 1982) está vivo y está en Madrid. Me lo ha dicho una mujer extraña que también anda a la caza del francés. Ella y yo entramos en una librería mítica que hay en dicha calle. Hace unos años yo trabajé en esa librería y las cosas no salieron del todo bien. Pero ésa es otra historia. Al fondo, vemos asomar entre la clientela la pelambrera alocada del escritor. ¿Es posible que sea él? ¿Es posible que esté vivo? ¿Es posible que esté aquí, en Madrid, a sólo unos metros de distancia, ojeando las mesas de novedades como un lector más? Me quedo al lado de la puerta, esperando. Estoy realmente nervioso. Desde hace años, lo reconozco, estoy obsesionado con Perec. ¿Es posible querer a una persona que jamás hemos visto y que nunca podremos ver?

Me acerco un segundo a las mesas de novedades y descubro que no soy el único que ha perdido la cabeza por este genial, delirante, inconmensurable y originalísimo escritor francés. Después de años y años descatalogado, Anagrama ha decidido reeditar con magistral criterio uno de los libros más excéntricos y fascinantes de la literatura de todos los tiempos: El secuestro. Y, por si fuera poco, la editorial Impedimenta, acaso la editorial española que más cuida la edición de sus libros, todos ellos pequeñas y preciosas obras de artesanía y diseño, se ha propuesto rescatar en impecables traducciones algunos de los títulos más personales del francés, como el desesperante y lúcido Un hombre que duerme, el rocambolesco y minucioso Lo infraordinario, o el último, el hermoso, evocador y resplandeciente cuaderno titulado La cámara oscura, que desmenuza o esboza 124 sueños soñados para ser escritos, o escritos para ser soñados. ¿Es posible que Perec haya vuelto del limbo para comprobar in situ cómo evoluciona su legado literario?

Basta con ojear las contraportadas de los libros citados para darse cuenta de la inequívoca importancia de este escritor, único en su especie, en el panorama literario contemporáneo. Calvino lo define como un escritor radicalmente distinto a cualquier otro. Bolaño afirma que Perec es, sin duda, el mejor novelista de la segunda mitad del siglo XX. Y Vila-Matas admite que sus libros le cambiaron la vida. Tres escritores tan distintos como fundamentales que aceptan y se enorgullecen de la influencia y el maestrazgo ejercido por el francés de la alocada melena que ahora se acerca a la caja y se lleva varios libros que no logro identificar. Le miro. A su lado está la extraña mujer que me alertó de su presencia. Inmóvil, veo cómo ambos salen de la librería y antes de perder su estela escucho al francés pronunciar el nombre de Nabokov. ¿Qué tiene que ver Vladimir en todo esto? Tengo que reaccionar. ¿Qué puedo hacer? Decido seguirlos. Salgo a la calle y les veo a lo lejos, torciendo a la derecha en la calle Gran Vía. ¿Es posible que ella y él estén jugando a esconderse de mí?

Entonces recuerdas estas palabras

Haga buen o mal tiempo, llueva o luzca el sol, sople el viento a ráfagas o no se mueva una sola hoja de los árboles, apague las farolas el alba o las encienda de nuevo el crepúsculo, ya estés perdido en la multitud o solo en una plaza desierta, sigues caminando, sigues vagando.



La literatura de Perec, es cierto, te obliga a moverte, a investigar, a ir siempre a la deriva. Es un rompecabezas, es un puzzle, es un mosaico y es un espejo y es una ecuación inabarcable que no puedes dejar de mirar, de escudriñar, de intentar descifrar aunque no bien has dado con una solución se plantean nuevos interrogantes y nuevas ramificaciones que se desgajan y crean nuevas ramificaciones que una vez más se quiebran y se desgajan. Por esa razón he llegado hasta la Gran Vía jadeando: para no perder el rastro del escritor y su misteriosa acompañante. Una vez allí, por supuesto, los dos han desaparecido. ¿Es posible que ambas personas, ambas imágenes, sólo sean el producto de mi alterada imaginación?

En principio, uno no entiende del todo el vislumbre, creyendo que el inquieto instinto es el que no permite ver sino lo poco corriente, lo confuso, lo temible. Luego, de repente, se ve o se cree ver, no lejos, un no sé qué que te seduce, que se te impone, que te estremece. Entonces todo se pudre. Uno se sorprende, tiene miedo, el intelecto se oscurece. Sufres un dolor terco, sordo. El espectro entrevisto te embrutece sin remedio.

¿Qué o quién ha sido eliminado en este párrafo, en todos los párrafos, que componen El secuestro? De pronto, las personas que me circundan dejan de ser personas y se convierten en letras. Intento entenderlas, juntarlas, hacer frases con ellas. Perec, creador de larguísimos palíndromos e intrincados anagramas, no se conforma con retorcer el lenguaje y los estilos literarios y las formas y los contornos y las historias que nos cuenta y que nadie más sabría contarnos como él. Cada uno de sus libros es un reto al lector, pero sobre todo es un reto para sí mismo, para el creador. Como miembro activo del OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), grupo experimental fundado por Raymond Queneau, Perec nunca se acomodó en su propia obra, en su propio método, y siempre quiso ir a más. No hay dos libros iguales en toda su producción. El mejor, el más conmovedor, el más desmesurado, completamente inigualable, es La vida instrucciones de uso. El más refinado, quizá, es su primer libro, Las cosas. Cualquiera de ellos, de todos ellos, es, de un modo u otro, increíble, magnético, sobrecogedor.

Sí, conjeturó en un principio, mi cuento puede escribirse, es preciso escribirlo, pero si lo logro, después de obtener un conocimiento destructor de puro luminoso, límpido, nítido, ¿no nos moriremos, los lectores y yo?

Es posible que la vida y la muerte no sean cosas tan distintas, después de todo. Es posible que la ficción haya destruido al fin los límites entre una cosa y la otra. Es posible que en algún lugar, en algún momento, todo lo que está ocurriendo esté ocurriendo al mismo tiempo, y todos los que alguna vez existimos existamos para siempre. Entonces y sólo entonces, es posible que Perec sea cualquiera de las personas que me rodean y que no son personas sino letras. ¿Dónde se ha metido la mujer que le acompañaba? ¿En qué letra se habrá convertido? Dicen los propios traductores que traducir los libros de Perec es una tarea ardua y casi desaconsejable, abocada desde su inicio al fracaso. Más aún en el caso de El secuestro, cuya constricción de fondo afecta a cada palabra del original desde el principio hasta el final. Podría decirse sin miedo a equivocarse que el original y la traducción son dos libros distintos, heterogéneos, y también, irremisiblemente, son dos libros idénticos, gemelos, clones. Aún así, lo más recomendable es proceder a la manera de Freud quien, para leer El Quijote en su versión original, decidió aprender y aprendió castellano. Ergo: aprendamos francés.

Noto que todo es un sueño (o bien me estoy volviendo definitivamente loco) en cuanto percibo que estoy en mitad de la calle rodeado de letras y que todas ellas son la misma letra, la A, y que además pueden hablar y de hecho gritan creando un albedrío insoportable y estruendoso. Quiero huir. Me giro y trato de escapar pero en seguida soy consciente de que no tengo adónde ir. La mujer que se fugó con Perec se perfila enfrente de mí y me habla. Dice que Perec me está esperando en un bistrot de la rue Daru. ¿Dónde? Está algo agitado, me dice. ¿Por qué? No lo sé. Pero alguien le ha hablado de ti, contesta.

Mientras camino sin parar y sin tener ni la menor idea de hacia dónde tengo que ir, escucho esta advertencia:

Puede ser que fuese preciso un punto de inicio: pero todo es enormemente borroso, indistinto…

Mientras sopeso la posibilidad de estar definitivamente loco y doy sacudidas de cabeza para desaturdirme o despabilarme o despertarme de una maldita vez, escucho esta premonición:

Todo el mundo tiene sueños. Algunos se acuerdan de ellos, muchos menos los cuentan, y muy pocos los transcriben. ¿Por qué transcribirlos, además, si sabemos que lo único que haremos será traicionarlos (y sin duda nos traicionaremos al mismo tiempo)?

Escucho el ladrido de un perro. Me despierto, pero estoy tan cansado que me vuelvo a dormir en el acto. Entonces, ¿estoy dormido? Estoy soñando. Sueño que estoy dormido, que despierto. Me vuelvo a dormir y me vuelvo a despertar. ¿Estoy dormido? ¿Estoy despierto? ¡Qué importa! Estoy aquí. Sentados alrededor de una mesa ovalada estamos Perec y yo. Me mira. Sonríe, como sólo sabe hacer él, y su alocada cabellera se agita en el aire. Me han dicho que quieres hablar conmigo, dice. Es cierto. Perec está aquí, delante de mí, y está vivo y está verdaderamente intrigado porque alguien más está soñando con él. Alguien más aparte de ti. ¿Qué querías decirme?, me pregunta. Tomo aire, me ajusto la camisa, remuevo los papeles que hay en la mesa y pronuncio: ¿Qué tiene que ver Vladimir en todo esto? Perec se ríe y se desvanece y yo me río y me despierto y salgo a la calle San Bernardo a pasear por la oscuridad con mi perro de dos cabezas.

Don DeLillo y el escribidor

Don DeLillo y el escribidor

Cuando todo el mundo anda opinando y derivando sobre la relación entre la literatura y la política, sobre la crítica, la censura, la idoneidad o el oportunismo, se me antoja un buenísimo momento para rescatar, anotar y comentar uno de los mejores libros publicados el año pasado, que no es otro que Punto Omega, del maestro norteamericano (y no sólo porque lo diga Salman Rushdie) Don DeLillo. ¿Por qué? Porque la buena literatura no deja escapar nada a su alrededor, sea política, ciencia, arte, consumo, historia, mitología, hambre, guerra, muerte, destrucción, amor, locura, indecencia, marginalidad… ¿Qué más? En definitiva, el ser humano, o lo que es lo mismo, la realidad. Pero siempre con matices.

La literatura es un mundo dentro de otro mundo que se nutre de otros mundos pero, sobre todo, de sí mismo. Todo texto remite a otro texto que genera otro texto y así, en constante lucha y mitosis, hasta el infinito. Lo importante de la literatura, las más de las veces, no es adónde llega, sino de dónde viene y cómo diablos ha llegado hasta allí. Sólo en contadas ocasiones, contadísimas ocasiones, surge, como por generación espontánea, un brote, una cepa, una raíz, cuyo destino era perderse en el tumulto, en la espesa vegetación, arrugarse en lo más profundo del bosque porque el follaje es demasiado alto y no deja pasar ni un rayo de luz. Eso es, precisamente, lo que le ocurre a tantas novelas y tantos autores año tras año, día tras día. Nacen, y no bien han crecido, mueren soterrados entre capas y capas de sedimentos, de polvo, de desdén. Don DeLillo es mayor y tiene un mundo a sus espaldas, otro, y ésa no es su suerte. Tampoco es la de Vargas Llosa.

La sombra proyectada en la literatura latinoamericana, y en castellano en general, por los llamados autores del boom, entre los que se cuenta el flamante Premio Nobel, fue, sin duda, impenetrable. Ocupó salones y librerías y países y premios y portadas y anticipos y viajes y polémicas y páginas y páginas y páginas y páginas. Así fue la sombra, densa, incontenible, pesadillesca. Ya no lo es. ¿Ya no lo es? En el fragor de la batalla Vargas Llosa se desentendió de la literatura para conquistar el parlamento, o peor, se valió de ella para hacerlo. Sea como fuere, no lo consiguió. Ahora, 20 años después de aquello, el premio literario más importante del planeta ha vuelto a lanzar sobre todos nosotros la sombra de la sospecha. La literatura como tema político. La literatura como mitin. La literatura como parte del programa de un señor ávido de poder. A lo mejor nos estamos confundiendo y Vargas Llosa no es la víctima. Tampoco el verdugo, eso sería ir demasiado lejos. Pero ¿la víctima? Dediquemos un par de minutos a reflexionar sobre ello.
…(uno)
…(dos)

Y ahora empecemos a hablar de literatura de una vez.
Mentir es necesario. El Estado tiene que mentir. No hay mentira en la guerra ni en la preparación de la guerra que no pueda defenderse. Nosotros fuimos más allá. Tratamos de crear nuevas realidades de la noche a la mañana, cuidados conjuntos de mundos parecidos a los eslóganes publicitarios en lo tocante a la recordabilidad y la repetitividad. Eran mundos que acabarían generando imágenes y haciéndose tridimensionales. La realidad se pone en pie, anda, se agacha, se acuclilla. Menos cuando no.

He aquí un ejemplo clarividente sobre la intromisión de la realidad, sea política o financiera o del tipo que sea, dentro de la literatura. Cuando se supeditan los fines estéticos a la promulgación de un mensaje, se hace propaganda. Cuando se utilizan los mensajes para dar fuerza a una idea estética, filosófica o emocional, surge el arte.

Yo quería una guerra haiku. Quería una guerra en tres versos. (…) Ver lo que hay. Ver lo que hay y estar dispuesto a verlo desaparecer.

La novela de Don DeLillo es, digámoslo ya, brillante. Y no sólo en sentido figurado. Es brillante porque su prosa es límpida y genera imágenes refulgentes que perduran en la memoria. Es brillante porque divide la acción en varios planos, en lentos y duraderos fotogramas que nos llevan de una realidad lumínica, ficticia y controlada a una realidad oscura y fuera de todo control. Es brillante porque aparentemente con muy poco es capaz de decirlo todo. Es brillante porque encierra, concentra, analiza y verbaliza el paroxismo: El momento de mayor exultación. Y la posterior debacle: El cambio de consciencia. El punto omega.

Esto va a cambiar. Algo se acerca. Pero ¿es esto lo que queremos? ¿No es esto el peso de la consciencia? Estamos todos exhaustos. La materia quiere perder la conciencia de sí misma. Somos la mente y el corazón en que esta materia se ha convertido. Ya es tiempo de dar todo por concluido. Esto es lo que ahora nos impulsa.

La sucesión de significados y teorías se suceden en la novela con la descripción física de la cercanía, de la ternura, de la comprensión y de la pérdida, en una serie de diálogos inteligentes, agudos y, algunos de ellos, divertidísimos. La prosa de DeLillo es efectiva y sumaria, no se prolonga en ambigüedades ni vacilaciones, es directa, cortante, magnífica. Como su dominio de los tiempos y de las situaciones, como su capacidad para transmitir la esencia de lo mundano, como su manejo de la trama y del suspense que se suministra como un veneno: en dosis pequeñas pero letales. 

Hay una interminable cuenta atrás. Cuando retiras todas las superficies, cuando miras dentro, lo que queda es el terror. Esto es lo que se supone que la literatura debe curar. Los poemas épicos, los cuentos para dormir.

¿Qué ocurre cuando no sabemos qué ocurre? ¿Por qué miramos durante horas y horas una pantalla donde lo único que se está produciendo es un simulacro de la vida? ¿Quién es el desconocido que nos llama a altas horas de la madrugada y nunca dice nada? ¿En qué lugar de nosotros mismos habita el mal? ¿Cómo nos podemos proteger de él, si es que nos podemos proteger de él?

La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. (…) Cada momento perdido es la vida.

Como ahora. Como este momento que hemos compartido y que por un instante nos ha hecho sentir que estamos solos pero que no estamos solos en realidad y que no todo está perdido y que la vida no era otra cosa más que esto y que esto es lo que nos queda y que vamos a luchar por ello y por ella y que más tarde o más temprano habremos de entender que la vida son los ríos que van a dar a la mar que es el morir y que la muerte siempre es lo más terrorífico y que por eso debemos fijarnos a la vida, encadenarnos a la vida y someternos a las transformaciones que ésta nos depare porque eso significa que estamos vivos, que seguimos vivos, y que la vida es simple y llanamente eso: Pasar. 

Eso era lo que le quedaba, tiempo y lugares perdidos, la verdadera vida, una y otra vez.

Queremos tanto a Borges

Queremos tanto a Borges


No sé por dónde empezar. ¿Qué puedo decir? Resulta que uno de los escritores más controvertidos de los últimos años, Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967), creador de la inclasificable, polémica y multiorgásmica trilogía Nocilla, compuesta por las novelas Nocilla dream, Nocilla experience y Nocilla lab, lo ha vuelto a hacer. ¿Y qué es lo que ha vuelto a hacer? Bueno. Ni más ni menos que rehacer El hacedor, el libro más ecléctico y personal de todos cuantos publicó el maestro argentino, Jorge Luis Borges. ¿Se trata de un homenaje, de un sacrilegio o de una gigantesca broma? Por extraño que parezca, el libro de Fernández Mallo es todas esas cosas y puede que alguna más. Por lo pronto, es una variante más de las infinitas posibilidades que ofrece al creador el Movimiento Plagiarista, una grieta en mitad del territorio, una tendencia, una manera de enfrentarse a la literatura que está presente en decenas de autores contemporáneos y extemporáneos, muchos de los cuales ni siquiera son conscientes de ello. Agustín Fernández Mallo, en una entrevista concedida en estos días a la revista Tiempo, terminó confesando su admiración hacia varios de los postulados que defiende dicha corriente literaria. Y ahora veremos por qué.

Antes de seguir con esto, debería quedar clara una cosa (como se especifica en el punto 8 del Manifiesto Plagiarista). Es ésta: La literatura no sirve para nada. La literatura sólo sirve para la literatura, y para el escritor plagiarista eso es más que suficiente. Así pues, este vitriólico remake (vitriólico: Quím. Sulfato; sulfato: Quím. Cuerpo resultante de la combinación del ácido sulfúrico con un radical mineral u orgánico; es decir, una bomba densa y corrosiva) se mantiene en pie y justifica su existencia en y para sí mismo. Es literatura dentro de la literatura dentro de la literatura. El propio Borges se manejaba casi constantemente entre estas coordenadas. Sus ficciones, sus poemas, sus ensayos literarios, tenían su origen y su razón de ser en la previa existencia de otros textos, de antiguos argumentos o de lejanas leyendas. Es el arte que engendra el arte. Es la creación como motor, como vehículo, como meta. En el original, publicado en 1960, Borges escribe: Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías. Admitamos, pues, que el libro de Fernández Mallo es ciento por ciento borgiano. Y eso, inevitablemente, nos conmueve. Sin embargo, ¿qué puedo decir? Estamos hablando de Borges, probablemente el mejor escritor en castellano desde Cervantes. Por lo tanto, la empresa acometida por Fernández Mallo es, cuanto menos, arriesgada. Demasiado arriesgada. Pero, por la misma razón, también es una actitud valiente. Digamos, bastante valiente. Veamos dos ejemplos.

El libro de Fernández Mallo mantiene la estructura del texto de Borges y también el nombre de cada capítulo. A partir de ahí, el gallego desarrolla su poética y su universo narrativo en función de las ideas y/o sugerencias que cada lectura le hubo suscitado. Así, por ejemplo, el relato de Borges titulado El simulacro, que recrea el mito del general Perón y una falsa muerte de Evita, en Fernández Mallo, cuyo relato utiliza el esqueleto del anterior pero alterando los nombres propios por dos sustantivos, Arte y Pintura, la narración adquiere unas connotaciones simbólicas que lo hacen sublime gracias a la prosa hipnótica del argentino y al agudo ingenio del gallego. En cambio, el maravilloso Poema de los dones de Borges, cuyos versos iniciales aluden al momento en que se quedó ciego y fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, paradoja que expresó del siguiente modo:

Poema de los dones
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
 

… Pues bien. El trasunto de este largo y sentido poema donde Borges divaga sobre la mitología, la biblioteca, el azar y la sombra, en el libro de Fernández Mallo se convierte en esto:

Poema de los dones. 
don, don,
ding ding don
don, don
 (toma Lacasitos)

don, don
ding ding don
 (verás qué buenos están)


Y bien, ¿qué puedo decir? ¿Es un genio, es un visionario, es un cínico, es un loco? La literatura, el plagiarismo y el humor son cosas muy serias (primer axioma del Manifiesto Plagiarista). Borges, qué duda cabe, también era un humorista. Sobre todo cuando se juntaba con Bioy Casares y escribían bajo el seudónimo de Bustos Domecq. Pero, me pregunto: ¿esto era necesario? Y, por supuesto, no sé qué contestar.

“El sueño de uno es parte de la memoria de todos”
Vayamos al epílogo. Borges dice:
Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.
Fernández Mallo responde:
Pocas cosas me han ocurrido y aún menos he leído. Mejor dicho: entre la Navidad de 2004 y la Navidad de 2010, ninguna cosa más digna de mención ha sucedido que ver la película El nadador cada 1 de enero e ir actualizando mi Macintosh.

No creo que exista una mejor presentación para cada tipo de escritor. Por eso, el lector de este libro (de ambos libros) no debe esperar grandes aventuras ni épicas batallas. Tampoco encontrará miserias cotidianas, hermosas historias de superación personal o idilios entre vampiros y hombres lobo. Qué le vamos a hacer. Entonces, ¿qué podemos encontrar en este insólito libro? Veamos. La infatigable obsesión de Fernández Mallo por hallar eso que estaba ahí y que sin embargo se nos había escapado a nosotros. Las dobles lecturas. La cuadratura del círculo. La física como un poema indescifrable. Las matemáticas como una epifanía. La metafísica como un SMS. El big Bang. Ikea. Wikipedia. El acelerador de partículas. Los números transfinitos. Adidas. Coca-cola. Identidades en tránsito. Newton y Einstein. Un Kinder Sorpresa. Wittgenstein y el Tractatus Logico-Philosophicus. Caín y Abel. Iphone. Youtube. Google Maps. Espejos deformes. Radiohead. Intertextualidad. Hipervínculos. Postmodernismo. Géneros fronterizos. Narración fragmentada. Desiertos americanos. La emotividad y el desamparo de la realidad. La otra realidad. El otro yo. Y una buena dosis de humor, ironía y descaro.

Porque el plagiarismo y el humor son cosas muy serias, es cierto. Son tan serias que, si alguien se las toma a broma, se convierten en una tragedia. Son cosas tan serias que, en lo más profundo de sus motivaciones, esconden el deseo enorme de ponerse a llorar (punto 9 del susodicho Manifiesto). Porque, lo escribe el propio Fernández Mallo en un soliloquio delirante y genial: Todo libro es lo contrario de una medicina. Todo libro es un virus. Entérate, amigo lector. La lectura es una pérdida de tiempo. La literatura es una enfermedad. 

¡Pero qué cosas digo! No me hagas caso. Mejor acércate a una librería y llévate a casa este libro y coméntalo con los amigos y ríete de cuando en cuando y mira los entretenidos vídeos (algunos) que ha grabado el propio Fernández Mallo y que circulan por la red. Si Borges estuviera vivo es posible que él también lo ojeara y que pidiera a uno de sus alumnos que se lo leyera y hasta es dable imaginar al argentino riéndose por alguna que otra ocurrencia del gallego. De acuerdo. Pero, ¿qué puedo decir? Estamos hablando de Borges, por el amor de Dios. Deja de leer este insípido artículo y ponte un abrigo y encamínate a la librería más cercana y llévate a casa El hacedor, el original, el único, el omnipotente, y de paso también compra y devora Ficciones, El Aleph, Historia universal de la infamia, El libro de arena y alguna que otra antología poética en una edición barata de bolsillo. Cómpralos todos y vuelve a casa y enciérrate en tu cuarto y cuando tu madre, tu novia, tu novio o tu perro te llamen para ir a cenar diles a todos que no, que esa noche no piensas cenar porque te estás preparando para engullir de una sentada un suculento asado argentino y una botella de fernet. Y si alguien no lo entiende no te enfurezcas. Relájate, toma aire y repite una y otra vez:

El plagiarismo y el humor son cosas muy serias
El plagiarismo y el humor son cosas muy serias
El plagiarismo y el humor son cosas muy serias

Acto seguido colócate la servilleta a modo de babero y empieza a leer el último párrafo de El hacedor, que dice así: 

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

¿Lo ves? Mírala bien. Es la cara de todos nosotros. La cara de Agustín Fernández Mallo, la cara de Jorge Luis Borges, la cara de Bioy Casares, la cara de Bustos Domecq. También es tu cara. Mírala una vez más. ¿Lo ves, ahora? Eres tú.

Bolaño no se acaba nunca

Bolaño no se acaba nunca

No se trata de un rumor, ni tampoco es una hipérbole; es un hecho: el escritor chileno Roberto Bolaño (1953 – 2003) es un tótem, es un símbolo, es una leyenda. Su obra es magnánima, su figura, heroica, y su vida una lucha incansable por hacer de la literatura una cuestión de estado, una forma de resistencia, una manera de combatir a la muerte, incluso después de muerto. Porque si no fuera suficiente con las imprescindibles novelas que nos legó en vida, Estrella distante, Nocturno de Chile o Los detectives salvajes, su producción literaria ha seguido en aumento en los años posteriores a su fallecimiento. ¿Cómo es posible? Es posible porque Bolaño nunca dejó de escribir, nunca dejó de aferrarse a la escritura como un náufrago se aferra con todas sus fuerzas a una tabla de madera en mitad del inmenso océano. Por eso un año después de su muerte apareció 2666, una novela de dimensiones desmesuradas y ambiciones superlativas. Por eso, también póstumamente, asistimos a la publicación de La universidad desconocida, un volumen misceláneo que daba cuenta de su esmerada tarea como poeta e investigador de las formas líricas. Y por eso, ocho años después de su desaparición, nos volvemos a encontrar con otro Bolaño en las librerías, Los sinsabores del verdadero policía, una novela completa pero a medio hacer, otra novela inacabable más que inacabada (como le gusta decir a Ignacio Etxebarría), un epígono al resto de su obra, una prolongación de sus personajes y sus obsesiones. En definitiva, un hallazgo intenso y maravilloso. 

Por esta razón, no entraremos aquí a valorar la pertinencia de este nuevo rescate. Porque esta novela, Los sinsabores del verdadero policía, es Bolaño en estado puro, es una muestra más de talento y de proeza narrativa, muy al contrario del anterior póstumo publicado por Anagrama, El Tercer Reich, una obra inmadura, intrascendente y, lo más sorprendente, aburrida. En esta novela, en cambio, no hay tregua posible. El manejo del tiempo narrativo se alterna con digresiones literarias e inflexiones espacio-temporales. El argumento se dispara en varias direcciones y lo más importante son las reacciones interiores de los personajes. Los pensamientos, los recuerdos, las dudas, las lecturas, las pesadillas. Los protagonistas de esta extraña aventura son varios e inciertos. Amalfitano, un profesor de literatura chileno que investiga su condición de desarraigado y la naturaleza peregrina del arte a la vez que asiste al descubrimiento de su reciente homosexualidad. Padilla, su primer amante, un estudiante que recorre los suburbios de la poesía mientras escribe su primera novela y mantiene una correspondencia iluminadora con Amalfitano. Castillo, un joven irredento falsificador de las obras de arte de Larry Rivers. Rosa, la hija de Amalfitano, constantemente en busca de sí misma, siempre recién aterrizada en una ciudad extranjera. Y Arcimboldi, el misterioso escritor cuya obra es una cumbre y un enigma y por ello requiere de una larga y detallada explicación. 

Pero lo más impactante de esta obra, de este escritor, no es lo que ocurre, sino lo que puede ocurrir, el halo de terror, de expectación y de desesperanza que exhala cada página, cada frase, cada historia dentro de la historia dentro de la historia, cada figura, cada metáfora, cada palabra. Porque en Bolaño todo está conectado, cada imagen remite a otra más imbricada, más mitológica, cada situación desemboca en otra más asombrosa y a la vez más terrorífica. Cada personaje se relaciona con los demás de una forma directa y abrupta o, por el contrario, críptica y silenciosa hasta que la lectura los hermana y la acción explota y se desata el delirio y las páginas sangran, lloran y nos gritan la verdad de una vez para siempre. Y entonces sucede la revelación: nadie escribe como Bolaño, aunque haya tantos que lo quieran imitar; nadie ha leído tanto como Bolaño, o no al menos de esa forma tan enfermiza; y nadie, ningún escritor, ningún lector, somos capaces de superarle; y tampoco, de olvidarle. 

La sombra de Bolaño es alargada

Leyendo Los sinsabores del verdadero policía nos encontramos de nuevo con temas recurrentes en la obra de Bolaño. ¿Y cuáles son esos temas? Son estos: La salvación por el Arte, y la masacre insensata y circular de la Historia, y los combates mínimos pero interminables de la Segunda Guerra Mundial, y las desviaciones y derivaciones del nazismo, y la culpabilidad heredada de los jóvenes que no murieron a manos de los dictadores latinoamericanos de los sesenta y setenta, y el significado verdadero del ser latinoamericano, y los sueños, o las pesadillas, funcionando como premoniciones del porvenir o advertencias del pasado, siempre doloroso, siempre a la deriva, y la muerte acechando detrás de cada acto heroico o cotidiano, detrás de cada gesto, detrás de cada poema, y el papel del poeta en un mundo desahuciado, y la literatura, la lectura y la escritura, como últimas imágenes, entre lo cómico y lo monstruoso, antes del eclipse, antes de la catástrofe, lo único que se mantiene en pie después del derrumbe. 

De la misma forma, a lo largo de la narración se reinterpretan varias de las historias preferidas por el escritor chileno, lo que convierte al lector “en el policía que ha de ordenar esta novela endemoniada”, en palabras del propio autor. ¿Y cuáles son esas historias? Son éstas: La violación de Rimbaud a cargo de soldados franceses y la escritura del poema Le coeur volé; la existencia inaudita de un grupo de escritores sacrílegos y escatológicos: los escritores bárbaros; la obra inclasificable de un escritor inaprensible, J. M. G. Arcimboldi; la huída de Rosa Amalfitano con un negro (¿el inconmovible Fate de 2666?); la poesía contemporánea etiquetada de manera irónica y desternillante como si fuera una muestra de varias voluntades homosexuales de muy diverso calaje: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfas y filenos; la filiación por los poemas perdidos de la fantasmagórica Sophie Podolsky; los desiertos de Sonora y los asesinatos de mujeres en los alrededores de Santa Teresa, la ciudad frontera, el punto ciego en el que confluyen las vidas de tantos y tantos personajes bolañianos. En definitiva, un universo multirreferencial y autosuficiente, en constante expansión y constricción, mostrándose comprensivo a cada punto y a la vez del todo ininteligible.

¿Con qué más se encontrará el fiel lector de Bolaño? (Porque, eso sí, hay que ser adicto a su literatura para no desentenderse al cabo de la lectura) Se encontrará con la fortaleza de su prosa, con doscientas mil referencias literarias, con ese inconfundible estilo entre delirante, paranoico, desmesurado y definitorio, con una estructura que avanza entre lodazales y se afianza en la capacidad de sobrevivir, en la voluntad de sobrevivir, en la necesidad de sobrevivir para contar la realidad, para contar al mundo qué ocurre cuando se entra en un abismo con los ojos abiertos. Se encontrará, al fin, con párrafos rebosantes de belleza y verdad, las únicas condiciones indispensables del Arte, como el siguiente:

¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Aprendieron a recitar en voz alta. Memorizaron los dos o tres poemas que más amaban para recordarlos y recitarlos en los momentos oportunos: funerales, bodas, soledades. Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que al cabo de las lecturas los escritores salían del alma de las piedras, que era donde vivían después de muertos, y se instalaban en el alma de los lectores como en una prisión mullida, pero que después esa prisión se ensanchaba o explotaba. Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha y que cerca de su casa pasa el camino real de los actos gratuitos, de la elegancia de los ojos y de la suerte de Marcabrú. Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.

¿Qué podemos aprender nosotros, inocentes e indefensos lectores? Lo dice Bolaño en otro momento de la narración refiriéndose a Amalfitano, pero intuimos que habla para sí mismo, para el hombre que fue, o, incluso, que habla para todos nosotros: Menos mal que he conocido a los Poetas y que he leído las Novelas. (Los Poetas, para Amalfitano, eran los seres humanos brillantes como un relámpago, y las Novelas, las historias que nacían de la fuente del Quijote). Menos mal que he leído. Menos mal que aún puedo leer…

Hagámosle caso a este escritor incombustible, inagotable, inmejorable: Sigamos leyendo. Sea lo que sea, preferiblemente buena literatura mejor que mala; sea donde sea, preferiblemente en un cálido sofá o, por qué no, en las puertas del infierno; y sea como sea, preferiblemente sentados y con las piernas en alto, o de pie y desnudos bajo el chorro de la ducha, como el bueno de Ulises Lima. Da lo mismo. Pero sigamos leyendo.