lunes, 12 de septiembre de 2011

Las máscaras de Lem

Cuando paseas a un chucho callejero a altas horas de la madrugada por una ciudad desierta del extrarradio de Madrid, todo es factible de formar parte de una novela negra. La noche, la soledad, los crímenes no confesados, los ladridos de un perro que se altera detrás de una verja mientras un chucho inocente y tú estáis parados enfrente de la incertidumbre. Cuando paseas a un chucho callejero a altas horas de la madrugada por una ciudad desierta del extrarradio de Madrid, lo más probable es que estés loco o estés solo o sufras insomnio y por eso mismo estés loco y solo. Ésa es la realidad. La mayoría de las veces no hay otra explicación.

La novela negra, o lo que tú y yo entendemos por novela negra, juega con nuestras expectativas ante los sucesos venideros. Por lo general, los malos son unos personajes a la vista infames aunque siempre queda alguno de ellos que parece tan bueno que nunca nos esperábamos que al final del siguiente capítulo iba a enseñar el cuerpo del delito. Los buenos, en cambio, toman decisiones que no entendemos y que nos hacen pensar que no saben nada de nada hasta que se va desvelando el enredo y la pista más inútil y menos esclarecedora es la que resuelve el misterio. ¿Me equivoco? Decidme, ¿me estoy equivocando?

La verdad, la novela negra, la novela policial, la novela de misterio, me deja frío, es más, me deja helado, podría decir que me deja totalmente indiferente. Por estos motivos no he leído tantas como debería para enlazar en estas breves tentativas un juicio sensato y consecuente. Veamos. He leído a Poe, pero Poe perturba en cada línea y el desenlace fatal es indisoluble a la narración. Por tanto, cumple su cometido. He leído a Conan Doyle, el equilibrista de las intrigas de Sherlock Holmes, y su verborrea circunvalar me distrae y me obnubila. He leído a Agatha Christie, qué bien se lee a Agatha Christie, pero la resolución de sus casos tan sólo consigue que levantemos una ceja y esbocemos una sonrisa cómplice, que bien mirado es más de lo que consiguen muchos libros. Sigamos. Luego vinieron Raymond Chandler, de quien no tengo más quejas que las de haber inventariado la idiosincrasia del detective moderno, con todos sus pros y sus contras; y acto seguido, Dashiel Hammet, un hombre contagiado de su espíritu y de su buen hacer, dispuesto a quebrantar las leyes de lo ridículo en unas tramas sencillas y a la vez rocambolescas, pero también del todo previsibles.

De todas formas, esto no aclara para nada cualquier cosa que tengamos que decir acerca de La investigación, la novela de Stanislaw Lem, el escritor polaco con mayor trascendencia internacional, con el permiso de Witold Gombrowicz… Aunque, la verdad, ¿quién sabe quién es Witold Gombrowicz? Qué más da. La novela de Lem, magníficamente editada por Impedimenta, aunque con más erratas en el texto de las que nos tiene acostumbrados, es una diatriba discursiva que planea sobre varias ideas sin esclarecer ninguna de ellas, todo lo cual es en realidad su mayor acierto y su mejor disculpa. A saber, la culpabilidad, la imaginación, la locura, la ciencia y los milagros. Porque, ¿quién podría imaginar que un recién fallecido una vez trasladado al depósito de cadáveres aún tenía fuerzas para trepar por una ventana y saltar al exterior? ¿Qué mente maligna, qué virus inverosímil, qué religión monoteísta, qué poder fáctico, pueden hacer posible el milagro de la resurrección “real”?

No quiero mentiros. He leído la novela hasta la última página porque tenía que hacerlo para poder redactar esta crítica. ¿Tenía que hacerlo? ¿Es esto una crítica literaria? Lo dudo. Dudo constantemente sobre el papel de la novela, el papel del crítico, el papel de la lectura, y el papel de las madrugadas desiertas en una ciudad del extrarradio de Madrid acompañado de un chucho callejero que está tan viejo y tan agotado que no oye ni ladra y ya ni siquiera ve. Esta misma noche, ese chucho, mi perro, se ha chocado con una señal de tráfico clavada en la acera. Si yo fuera un escritor lúgubre, satírico o nostálgico, compondría una escena terrorífica, inventaría una situación desternillante o, sencillamente, me echaría a llorar. Pero la única verdad es que no tengo ninguna respuesta. Bueno, quizá sí. Quizá tengo una. Digamos que Stanislaw Lem es un visionario y que Vacío Perfecto, publicada asimismo por Impedimenta (el primer volumen de la biblioteca del siglo XXI) es en realidad el legado que nos ha dejado este inteligentísimo polaco a los insensatos que todavía perdemos el tiempo delante de un trozo de papel y un marasmo de letras. La literatura, ah… ¡Qué magnífico invento!... Y qué estúpido. Como una señal de tráfico colocada en medio de la acera.

La locura, señores, no es un saco donde se puedan meter todos los actos que no comprendemos del ser humano. La locura posee su propia estructura, su propia lógica de actuación.

Paseando a mi chucho por una ciudad del extrarradio de Madrid, he pensado en todas las cosas importantes que podía decir sobre la vida, la novela y la muerte. Unos minutos más tarde he llegado a casa y lo único que ha perturbado mi mente ha sido la constatación de que las sombras que proyectamos en la pared nunca hacen lo que nosotros hacemos. En ese momento, lo reconozco, me he estremecido. ¿Y si nuestra vida no acaba cuando el detective logra llevar a buen puerto la investigación? ¿Por qué Reyes Muelas, la ilustradora de estos desvaríos narrativos, hace días que no me coge el teléfono y no sé por donde camina ni qué aire respira? ¿Estamos, tú y yo y Lem y Reyes realmente vivos?

Lo curioso era que la muerte había añadido valor a sus rasgos vulgares, les había otorgado un aire de reflexión extática. Se habían vuelto más expresivos que en vida, como si justo ahora que estaban muertos tuviesen algo que ocultar.
Si alguno de nosotros contestara a esa pregunta la novela negra sería un fraude. Pero no lo es.

Cuantos más hechos minuciosamente medidos, fotografiados y apuntados iba acumulando, tanto mayor era el sin sentido que se derivaba de la estructura resultante.

En una novela negra llega un momento en que todo encaja. Menos mal que Lem, ese polaco travieso, siempre guarda una bala en la recámara, un as en la manga, una máscara debajo de la mesa. Sólo por eso merece la pena adentrarse en las tinieblas londinenses que ensombrecen este libro. Un libro, otro libro de Lem, imprescindible y también mortífero. Porque vivir es jugar y jugar es probar y probar es morir y morir es revivir.


Ésa es la única verdad. Ésa, y que mi perro se ha quedado ciego.

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