lunes, 12 de septiembre de 2011

Paseando a mister Walser

Paseando a mister Walser

Paseo por Madrid el primer día de septiembre. Parece que el verano se ha acabado antes de tiempo. Llevo una media hora hablando con un amigo por teléfono. Mi amigo está cansado. Siente que se ha equivocado, que en algún momento del camino ha tomado una decisión errónea y se ha desviado de sus objetivos, de sus ideales, de sus aspiraciones. ¿Qué me ha ocurrido?, me pregunta. No lo sé, le respondo. Mi amigo está convencido de que se está perdiendo algo, pero no sabe qué es. Quiero viajar y quiero estar más tiempo con mis amigos, quiero desarrollar mis inquietudes y también poner a prueba mis habilidades. Pero no lo hago. No me marcho de aquí, no salgo por las noches, no me arriesgo. ¿Qué puedo hacer?, me pregunta. Bueno, le digo sin tenerlas todas conmigo, yo creo que... En ese instante se acaba la batería de mi teléfono y se corta la comunicación. Me detengo un segundo y después sigo paseando. La vida continúa.

Robert Walser (Suiza, 1878 -1956) lo sabía mejor que nadie: Nunca hay que detenerse, nunca hay que dejar de caminar. Ésa es una de las primeras lecciones que uno aprende leyendo las Historias que ha editado Siruela en uno de sus preciosos volúmenes, un ejemplar ligero, sutil, trascendente y esperanzador. Un libro atemporal, aunque tiene casi un siglo, que puede y debe leerse hoy para dominar el pánico, para olvidar la resaca vacacional, para eludir la indecisión vital, o más directamente para mitigar la incertidumbre de nuestras vidas. ¿Por qué? Bueno, porque uno de sus principales objetivos es atrapar la belleza del instante y transmitirla. Porque elige con sumo cuidado palabras que pueden amansar nuestro carácter y aquietar nuestra locura. Porque persigue, anhela y deja constancia de la fugacidad y de la eternidad de la auténtica poesía. Pero, sobre todo, porque nos obliga a no detenernos, a seguir caminando.

Es extraño, no obstante, porque este genuino escritor, unos de los más influyentes en lengua alemana del pasado siglo, se pasó los últimos 30 años de su vida encerrado en un manicomio, adonde fue a parar, para mayor estupefacción, de forma voluntaria. ¿Es posible que un hombre trastornado (escuchaba voces en su cabeza) y proclive a tener comportamientos violentos (una vez que se emborrachaba) sea capaz de transmitir serenidad, belleza y aquiescencia con uno mismo y con el mundo exterior? Es extraño, ¿verdad? Es muy extraño. Sin embargo, no sólo es posible sino que además es irrefutable. Como sé que muchos de vosotros no me creeréis, sólo os puedo decir una cosa: Haced la prueba.

Haced la prueba y leed un libro cualquiera de Walser, Los hermanos Tanner, Jakob Von Gunten, El paseo, La rosa o este fragmentario y complaciente Historias, todos ellos publicados magníficamente por Siruela, y entonces lo comprenderéis. No digo que en esos libros no vayáis a encontrar asperezas emocionales, dificultades vitales, dramas cotidianos y castigos inmisericordes. En todos ellos los hay porque la vida es una experiencia dolorosa y solitaria y trágica. Walser lo sabía. ¿Por qué si no decidió voluntariamente apartarse de ella? La vida es un verdadero drama y seguir vivo requiere valentía, mucha energía y una férrea disposición de ánimo. Pero la vida… ¡ah, esa cosa! La vida es lo único que tenemos y lo único que nos queda y todos sabemos que la vida puede ser maravillosa. Y Walser, a pesar de todo, también lo sabía.

Walser sabía que estar vivo era una bendición aunque fuera un hombre que rechazaba la búsqueda del éxito, el ascenso social y la alabanza gratuita. Por eso abandonó muy temprano la literatura. Hasta que tomó esa decisión, aunque fuera un hombre que sufría a diario, Walser renunció a la compasión y trató de transmitir en cada texto, con cada palabra, la hermosa armonía que nos rodea, esa belleza cósmica, natural, que en pleno siglo XXI resulta difícil que nos pueda colmar de alegría: el silencio de la madrugada, el canto de los pájaros, el movimiento de las copas de los árboles, la quietud del agua de un lago, el florecimiento de la primavera, el olor del otoño, la pureza de los rayos del sol, el ir y venir del viento, el mundo, en definitiva, que se levanta y se acuesta y sigue vivo sin necesitar nada de nosotros. El escritor como potenciador de sinergias, como puente entre la posibilidad de que las cosas ocurran o no, como transmisor de percepciones. El escritor como fuente de pureza.

Entonces, ¿quién fue Robert Walser? Un escapista. Un loco. Un desdichado. Un hombre agradecido. Un enfermo convaleciente. Un enamorado. Un poeta. Un genio. Un escritor minucioso. Un detallista. Un espíritu ausente. Un pobre ingenuo. Un alma incansable. Para muchos de sus colegas, Robert Walser fue un ejemplo. Enrique Vila-Matas se ha valido de su poética de la renuncia para elevar su melancolía a categoría artística. Ray Loriga le profesa una absoluta veneración. Elias Cannetti le ensalzó como paradigma moral. Y Herman Hesse se atrevió a escribir que si las obras de Walser tuvieran cien mil lectores, el mundo sería mejor. Porque Walser fue, ante todo, un hombre que luchaba a diario por seguir vivo. Como todos nosotros.

El día de Navidad de 1956 Robert Walser estaba paseando por los alrededores del manicomio de Herisau cuando le sobrevino la muerte. Cayó al suelo y se quedó tendido sobre la nieve. Las causas de su fallecimiento no están del todo claras, pero es fácil imaginar que su corazón se cansó de caminar. Porque Robert Walser dejó de viajar y dejó de escribir y dejó de relacionarse con una sociedad a la que nunca llegó a pertenecer ni mucho menos a comprender. Pero nunca se detuvo.

Eso es lo que quería decirle a mi amigo cuando la comunicación se cortó. El verano se ha terminado y los días son cada vez más cortos y cuando llega la noche es fácil sentirse solo y pensar que nos hemos equivocado. Sin embargo, amigo mío, no te detengas jamás porque la vida continúa.

Haced la prueba.

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