jueves, 29 de noviembre de 2012

El maestro Chaves Nogales que estaba allí

No sé en qué momento empecé a cambiar, a convertirme en una persona diferente de la que era, una persona peor. ¿Cómo puede saberse algo así? Supongo que el abuso del alcohol y de ciertas sustancias ilegales habrán sido factores decisivos. También la excesiva visualización de escenas pornográficas donde la mujer es tratada con desprecio. La visión diaria de la pobreza, las recurrentes imágenes televisivas de niños asesinados en guerras lejanas, la cercanía del desastre ambiental, ese tipo de cosas deben haber causado el efecto contrario al esperado, porque todo me resulta indiferente. Todo entra y sale de mi cuerpo sin dejar huella. Mis relaciones personales se reducen al mínimo indispensable. Me cuesta aceptar los fracasos de mi familia, la pena cíclica que nos envuelve; los éxitos y las paternidades de mis amigos no logran conmoverme, la práctica del sexo no sólo no me aporta el placer que conlleva, sino que, la mayoría de las veces, simple y llanamente me aburre. Estoy a punto de perder mi trabajo y todavía arrastro deudas de aquella época en la que todos nosotros vivimos por encima de nuestras posibilidades. Recortes, huelgas, manifestaciones. Admiro a los que protestan pero yo no lo hago porque no confío en la repercusión de las protestas. Evidentemente, soy peor persona ahora que antes, cuando tenía sueños y confiaba en las personas y me conmovía cualquier cosa que pasaba en el mundo y a mi alrededor. Pero lo verdaderamente sorprendente de todo este asunto es que, a pesar de todo, soy una persona feliz. Una persona indiferente, ensimismada y ególatra, como la mayoría de nosotros, pero una persona feliz, al fin y al cabo. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque creo en la literatura. Porque mientras siga vivo podré seguir leyendo, podré seguir escribiendo. Y porque en la historia de la literatura existen tipos tan geniales, inteligentes y necesarios como Manuel Chaves Nogales.

Este magnífico escritor sevillano, que vivió la que fue con toda seguridad la época más turbulenta y más trágica pero también más excitante de la Historia, las primeras cuatro décadas del siglo XX, me hace feliz. Leer sus novelas me hace feliz. Leer sus crónicas me hace feliz. Leer sus nueve novelas sobre la Guerra Civil me hace feliz. Leer su viaje por Europa en avión me hace feliz. Leer los artículos que otros escritores escriben sobre él me hace feliz. Hablar de los libros de Chaves Nogales con los pocos amigos que me quedan me hace profundamente feliz. ¿Por qué? Porque todo me da igual pero en realidad todo me preocupa, mis adicciones, mi familia, mis amigos, mis relaciones sexuales, la pobreza, la guerra, el mundo y sus habitantes me preocupan porque todo ello forma parte de la literatura, todo ello es literatura o está a punto de serlo, y la literatura es lo único que me preocupa y lo único que me hace feliz.

No estoy diciendo que toda la literatura me haga feliz. Hay literatura aborrecible y condenable, e incluso no toda la obra de Chaves Nogales merece pasar a la posteridad. (La posteridad, qué absurdo y maravilloso lugar). Chaves Nogales fue un hombre de su tiempo, adelantado a su tiempo, es cierto, pero irremisiblemente anclado en él. Nadie como él, en aquel entonces, supo ver qué estaba pasando en España durante la Guerra Civil y qué es lo que iba a venir después. Hizo lo mismo con la Revolución Rusa y con la rendición de Francia a los nazis. Pero también se equivocó en sus perfiles de lo que era Europa y de lo que debería ser, lo cual, dicho sea de paso, no le envilece sino que le hace más grande. Chaves Nogales era un hombre de ideas, de posturas, de pensamiento y de acción. Era una personalidad única y tenía un talento inesperado para observar la realidad y también para equivocarse. Pero era y es, por encima de todo eso, un magnífico escritor. Y yo le admiro y le quiero por eso. Me hace feliz. Me hace más inteligente, más perspicaz y me hace mejor persona porque me ayuda a seguir vivo y a repensar la historia y la vida y mi estúpida realidad. Consigue que piense que no todo está perdido y que tenemos que seguir luchando y seguir escribiendo y seguir peleando por lo que sea que queramos pelear siempre y cuando lo hagamos desde la inteligencia, la observancia y el talento. Qué importa todo lo demás si al menos sabemos que por mucho que hagan y destruyan no nos pueden engañar, ya no, porque siempre habrá tipos como Chaves Nogales que digan la verdad, o digan algo tan parecido a la verdad que hagan que todo lo demás resulte una impostura cuando no una mera burla. Y saberlo no nos hará mejores personas, porque la inteligencia no es un factor de virtud, pero nos hará personas diferentes y con eso basta. Ni mejores ni peores. Simplemente diferentes.  

Echo de menos a esas personas obsesionadas con la verdad y con la literatura y con la escritura. Echo de menos a Chaves Nogales, aunque gracias a Trapiello y a otras personas lo hayamos recuperado trozo a trozo, libro a libro. Echo de menos a mis amigos. Echo de menos a la persona que fui y que ya no soy. Aunque, tal vez, después de todo, tampoco sea tan malo ser quien soy. Porque como dice Queveco Chao, la vida da asco y todo me importa un carajo. Y si no sabes quién es Queveco Chao deberías leer más. Todos deberíamos leer más, y follar más y amar más y protestar más y beber más, como si lo fueran a prohibir, porque tarde o temprano lo harán. Y entonces sí que se va armar una buena.

Idos preparando.

miércoles, 24 de octubre de 2012

La insoportable levedad de Ingrisano

El verano se termina entre abandonos mediáticos, muertes históricas, tristezas multimillonarias y penurias reales de todo tipo y condición. Entretanto, el resto de mortales miramos a la vez hacia delante y hacia atrás, hacia un tiempo que comienza y otro que termina, y hacemos balance y me arriesgo a aventurar que (casi) ninguno de nosotros ha cumplido todas sus expectativas. Yo mismo, por poner un caso, no las he cumplido. Puede que algunas sí, es cierto. La mayoría, en cambio, no. Septiembre es un mes raro pero repetitivo. Cada año vuelven las mismas incertidumbres, esperanzas y melancolías. Incertidumbres simbolizadas en la llegada de un nuevo curso escolar que, ya sea de forma directa o indirectamente, sigue rigiendo nuestros biorritmos. Esperanzas porque RBA siempre saca una docena de fantásticos coleccionables y sólo con comprar el primer lanzamiento (al módico precio de 1,95 euros) uno adquiere al instante una estupenda colección de objetos diminutos y totalmente inútiles que nos acompañarán hasta la próxima mudanza. Melancolías porque los días son cada vez más cortos y las noches más largas y las hojas y el pelo y la firmeza de la juventud caen lentamente sobre el suelo de la existencia (ah). Por eso solemos dejarlo (casi) todo de lado durante el verano y es en septiembre cuando hacemos lo posible por retomar (casi) todo aquello que dejamos a medias. Como el colegio, como la esperanza en el futuro, como la escritura. Por eso es ahora, en septiembre, cuando vuelvo a escribir. Para compensar el desequilibrio de expectativas cumplidas.

Hace prácticamente un año que Alejandro García Ingrisano (Madrid, 1986) publicó un libro llamado Pitcairn en el pequeño sello editorial El Olivo Azul. Sin embargo, no fue hasta el mes de junio que me enteré de tan magno acontecimiento, más o menos al mismo tiempo que llegaba a mis manos la primera y hermosa edición de Siberia, publicada por la misma editorial, la segunda novela de Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985) prologada por su querido amigo Ingrisano, del mismo modo que el joven Ivars prologó en su momento la novela de Ingrisano que se publicó hace prácticamente un año y de la que hablaremos a continuación porque durante los meses de julio y agosto de este verano el libro que la encierra ha tenido varias funciones en mi vida; a saber: como estímulo, como compañero de viaje, como motivo de burla y enfado, como origen de razonamientos diversos, como objeto arrojadizo en una discusión, como posavasos, como superficie donde esparcir sustancias ilegales, como excusa para volver a hablar de literatura y, finalmente, como constatación de una catastrófica pero reveladora evidencia. Vayamos, si no hay objeciones, por partes.

Estímulo.
Que tal y como están las cosas en el mundo editorial sigan existiendo sellos independientes que apuesten por narradores jóvenes siempre es motivo de alegría para los lectores y de esperanza para los escritores. Más, si cabe, tratándose de dos personas a las que conozco y a las que me une, según creo, cierta extraña simpatía.

Compañero de viaje.
El mismo día que salía de viaje hacia Berlín compré el libro de Ingrisano sin saber que la acción de la novela transcurría en esa ciudad, si bien hace más de 30 años. De Berlín fui a París, de allí a La Rochelle, luego a Rochefort, y haciendo parada en Burdeos nos encaminamos hacia Bilbao. Después volví a Madrid y todavía seguí leyendo el libro en las tardes calurosas del mes de agosto.

Motivo de burla y enfado.
Por el tiempo que he tardado en leerlo puede parecer que se trate de una novela interminable, pero nada más consta de 154 páginas. Sin embargo, desde que adquirí el libro y leí el prólogo escrito por Ivars pasaron varios días hasta que, superada la vergüenza, comencé la lectura. El esfuerzo que en esas líneas se hace por crear en torno al autor un aura de escritor maldito, bohemio pero con clase, campechano pero erudito, todo un caballero digno de mejores épocas, es inapropiado por innecesario, cuando no completamente burlesco. Que dos jóvenes que no llegan a la treintena jueguen a tratarse como personajes dieciochescos, incluso en el manejo de las referencias y el lenguaje, sencillamente me enfurece. A no ser, por supuesto, que todo esto forme parte de una mascarada literaria.

Origen de razonamientos diversos.
Pircairn no es una buena novela. Tampoco diría que es una novela mala. Me parece un texto excepcionalmente bien escrito, en el que se alternan momentos delirantes con piezas gratuitas si bien siempre manteniendo a gran altura un peculiar sentido del humor. Pero parece un humor impostado de otra época, igual que el esnobismo de los personajes y la fragilidad de la trama. Toda la emotividad de la novela la va acaparando progresivamente el joven escritor Juan Ivars, en un sabio ejercicio de desdoblamiento del narrador. La estructura, que hace las delicias del prologuista, no deja de ser arbitraria, en cuanto que el narrador utiliza a su antojo el tiempo que maneja. La circularidad y el recurso al manuscrito hallado son recurrentes muestras de erudición y, por lo mismo, motivos de cansancio. Pero, a pesar de estas flaquezas, hay algo en la escritura de Ingrisano que convierte la lectura en una elegante lucha contra los clichés y la bisoñería de la que adolecen (de la que adolecemos) muchos escritores noveles. Escritores que, como Ingrisano, como Ivars (el ficticio y el real) o yo mismo, tendemos a darnos más importancia de la que jamás llegaremos a tener por mucha literatura que le añadamos a nuestras vidas, tan normales y corrientes.


Objeto arrojadizo en una discusión, posavasos y superficie donde esparcir sustancias ilegales.
Una reunión de amigos como cualquier otra. No creo que hagan falta más aclaraciones



Excusa para volver a hablar de literatura.
O de algo que se le parece.
Constatación de una catastrófica pero reveladora evidencia.
Hasta donde yo sé, ni Ingrisano (aunque durante su estancia en Berlín se alimentara a base de patatas y no pudiera soñar con tener un ordenador), ni Ivars (el escritor real, no el ficticio, aunque se parezcan), ni yo (el mayor de los tres y el único que no ha publicado ningún libro), ni la mayoría de los escritores jóvenes que ambicionamos sacar adelante una literatura propia y singular, no hemos vivido ninguna guerra en primera persona, no hemos estado al borde de la muerte, no hemos tenido que exiliarnos, no participamos en manifestaciones ni sufrimos el acoso policial, no hemos pasado hambre, no hemos visto a nuestros hermanos asesinarse por una ideología moribunda, no tenemos que luchar con otras especies por la supervivencia, no sufrimos enfermedades letales, no creemos en Dios ni creemos en el infierno. Somos gente normal y corriente que vive vidas normales y corrientes rodeadas de personas normales y corrientes. Sufrimos, eso por supuesto. Tenemos problemas, hemos visto morir a gente que queríamos, nuestros padres se han divorciado, nos hemos peleado a puñetazos con nuestro mejor amigo, hemos sido humillados y abandonados por varias mujeres, somos débiles, el poder nos engaña, la prensa nos manipula, la economía nos ha dejado de lado, a veces no tenemos dinero ni para coger el autobús, enfermamos y nos deprimimos y algunas veces nos gustaría estar muertos. Está bien. Todo eso es cierto. Pero no por eso somos legendarios, no por eso somos personas más especiales que otras. Somos superficiales, esquivos, egoístas, insolentes. No sé si tenemos algo que contar. Supongo que algunos de nosotros sí; intuyo, lamento, que la mayoría de nosotros no. Sin embargo, entre decir y callar, entre ser espectadores o participar de alguna manera en la acción, nosotros, los jóvenes escritores, siempre debemos elegir seguir escribiendo porque entre tanta verborrea, grandilocuencia y estupidez de 140 caracteres es necesario que alguien intente decir algo interesante, útil, duradero, ejemplar, magnífico, intenso, verdadero y supongo que, inevitablemente, también será superficial. Porque no somos ni seremos leyendas y es mejor que sea así porque entonces se complicarían de verdad las cosas y todos queremos que la vida siga tratándonos bien ya que lo único que seremos capaces de hacer por ella será escribir lo mejor que podamos, hacer de la vida literatura, o literatura de la vida, aunque intuyamos y temamos que tampoco eso valdrá para nada. O tal vez sí.

He ahí la insoportable levedad de Ingrisano: La insoportable levedad de ser escritor

martes, 12 de junio de 2012

El extraño caso del Dr. Pardo y Mr. Herbert

Leer no sirve para nada. El tiempo pasa y no pasa nada. ¿Qué podría pasar? Las bolsas se desploman, las guerras continúan, las finales deportivas se siguen jugando. Entretanto, un hombre y una mujer discuten acerca del futuro que les espera a sus hijos con estos tiempos y estos recortes y esta dichosa crisis, sin saber que esos hijos, pasados los años, les negaran la palabra. En otro lugar, quizás en un bar, un jardinero y un publicista malgastan su dinero en alcohol y en lugar de pensar que no tienen nada que decir no piensan lo que deberían decir y no dicen más que tonterías. Como todos nosotros. El tiempo sigue pasando, lentamente, aunque a veces, también, demasiado deprisa. Las bolsas juegan, la gente se mata, tu equipo gana. Enhorabuena. 

El tiempo pasa. Dos personas, dos escritores, escriben. Son Carlos Pardo (Madrid, 1975) y Julián Herbert (México, 1971). No se conocen y eso tampoco importa. En sus respectivas novelas, Vida de Pablo y Canción de tumba, los dos escriben sobre varias cosas. Sobre la enfermedad, sobre  literatura, sobre el tiempo. Pero sobre todo escriben sobre ellos mismos. ¿Sobre qué otra cosa podrían escribir? No saben cómo funciona la bolsa, no han estado en la guerra, no asistieron a la última final en ese gran estadio. Escriben y hacen literatura, esa estúpida cosa que no vale para nada a menos que unos cuantos insensatos decidan que vale para algo. Pero ¿para qué podría servir? Y además, ¿por qué sirve la literatura de unos pero no la de otros? ¿Acaso esta acumulación de palabras sirve para algo? Pospongamos, por el momento, esta ambiciosa pregunta. 
 


El tiempo se detiene. Es raro, lo sé. Es imposible. Pero juguemos a ello. Juguemos a olvidar que estamos preocupados, que no tenemos dinero suficiente para pagar las facturas, que nuestros hijos se apiñan en las aulas, que en lugares lejanos la gente se sigue matando. Juguemos a perder la noción del tiempo, esa cosa terrible que nos muestra tal como somos y nos deja al descubierto. Bien. Y entonces, ¿qué podemos hacer? Una opción. Cerrar los ojos, respirar profundamente, pensar en todo lo que ha pasado, pensar en todo lo que podría haber pasado y pensar en todo lo que nos gustaría que hubiera pasado en nuestra vida. Pues bien, esa idea, ese pensamiento, ese desvarío, eso es lo que llamamos literatura. Y a nadie le importa. ¿A quién le puede importar lo que nos ocurra o no nos haya ocurrido jamás? Hay personas que se creen importantes y hay personas que no le importan a nadie y entre medias de unos y de otros estamos todos los demás. Nadie, en verdad, ninguno de nosotros, importa realmente. 
 
Lo extraño, lo misterioso, lo increíble y lo maravilloso es que las vidas, las idas y las vueltas, las locuras, los desvaríos, las enfermedades, las trivialidades, las estupideces y las palabras de unos tipos que no se conocen y a los que no conocemos nos puedan importar hasta el punto de sentir algo por ellos. Eso es, sin duda, lo más insólito y lo más duradero de la literatura. La empatía, la amistad que se produce entre seres imaginarios (o no) y unas cuantas palabras. La emoción. La verdad. La puñetera vida y el puñetero tiempo que pasa y que nos une y que luego nos separa aunque mañana el mundo se vaya de una vez por todas a tomar por el culo. Y cuando llegue ese momento, no sé qué harás tú, la verdad, pero yo estaré leyendo. Aunque no sirva para nada.

viernes, 13 de abril de 2012

Consejo de un discípulo de Casavella a un fanático de Wallace

Era muy tarde y los dos habíamos bebido demasiado. Cansado de hablar de fútbol, de mujeres y de viajes pendientes, me decidí a hablarle del último libro de David Foster Wallace, El rey pálido, publicado de manera póstuma tres años después de que el autor pusiera fin a su vida con una soga y un pequeño salto, aunque lo que en realidad quería decirle era que a veces, algunas tristes y etílicas veces, yo mismo me imaginaba despidiéndome de él y de todos vosotros de la misma manera, tan sencilla, tan rápida, tan profundamente liberadora como irremediablemente trágica. Pero sin dejarme tiempo para elaborar un discurso coherente, él, mi colega de profesión, signifique eso lo que signifique, amén de fiel compañero de borracheras e inigualable devorador de libros y al cual prefiero no nombrar por temor a las represalias del tan mezquino y traicionero mundillo literario, signifique eso lo que signifique, mi colega, como digo, ebrio de amistad y sobrio de lucidez, o viceversa, detuvo mi parlamento y se lanzó a hacerme una larga serie de preguntas para las cuales, ni entonces ni ahora, encuentro la más mínima respuesta. La primera de ellas fue la siguiente: ¿Por qué eres capaz de pasarte más de 500 páginas con David Foster Wallace pero no aguantas ni una docena con Francisco Casavella? Como no supe o no tuve valor para contestarle, mi colega siguió cuestionándome del siguiente modo (es decir, haciéndome cuestiones y cuestionando a la vez mi criterio) utilizando, premeditada e irónicamente, el plural mayestático. 




¿Por qué todos nosotros, jóvenes, adultos y viejos, hemos leído la más bien poco interesante aventura de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger pero no la descripción sociopolítica de nuestra patria hecha por Rafael Sánchez Ferlosio en El Jarama? ¿Por qué sabemos quién es Ann Beattie pero apenas tenemos claro quién fue Carmen Martín Gaite? ¿Por qué hemos visitado el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner pero no tenemos valor de adentrarnos en la Región de Juan Benet? ¿Por qué devoramos los libros de Nick Hornby pero no hacemos caso de los de Kiko Amat? ¿Por qué nos interesa la desquiciada sociedad mostrada por Bret Easton Ellis pero ridiculizamos la que recrea José Ángel Mañas? ¿Por qué nos excita Michel Houellebecq pero nos deprime Alberto Olmos? ¿Por qué elogiamos la fanfarronería de Hunter S. Thompson pero no la toleramos en Robert Juan-Cantavella? ¿Por qué Paul Auster nos tiene embrujados pero no prestamos oídos a Antonio Orejudo? ¿Por qué Haruki Murakami es un fenómeno sociológico y Ray Loriga no es más que un socio de lo fenomenológico? ¿Por qué nos enorgullecemos de leer a Tom Wolfe, de conocer las obscenidades de Bukowsky, de haber hecho autostop en la ruta 66 como si fuéramos Jack Kerouac, pero no soportamos la vocación social de Isaac Rosa, las meteduras de pata de Cela, ni la fantasmagoría de Agustín Fernández Mallo? ¿Por qué nos desternillamos con las marranerías de Henry Miller pero nos espanta la sicalíptica de profunda raigambre castellana de Juan Manuel De Prada? ¿Por qué J. M. Coetzee consigue estremecernos y Javier Marías sólo logra matarnos de aburrimiento? ¿Por qué preferimos las remembranzas de James Ellroy sobre los años 60 en EE.UU. a la autopsia sobre el 23-F de Javier Cercas? ¿Por qué nos vanagloriamos de haber atravesado El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell pero no sabemos glosar ni una página de la Antagonía de Luis Goytisolo? ¿Por qué nos conmueve la infantilidad poética de Yasunari Kawabata y abominamos la poesía infantil de Gloria Fuertes? ¿Por qué nos reímos con la irreverencia de Neal Pollack pero no entendemos el humor absurdo de Sergi Pàmies? ¿Por qué nos fascina la heteróclita escritura de Julian Barnes pero no apreciamos la versatilidad de Quim Monzó? ¿Por qué nos sumergimos en las historias sudistas de John Steinbeck pero no queremos saber nada de la Castilla de Miguel Delibes? ¿Por qué nos apasiona la modernidad de Hamsun y no logramos ni siquiera entender la de Azorín? ¿Por qué sabemos todo sobre el exilio parisino de Hemingway pero nada sobre el exilio político de Juan Goytisolo?

Llegado a este punto, mi colega hizo una pausa, una breve y significativa pausa, y después de tomar aire continuó. ¿Por qué Balzac y no Galdós? ¿Por qué Goethe y no Larra? ¿Por qué Tabucchi y no Muñoz Molina? ¿Por qué MacCullers y no Laforet? ¿Por qué Melissa P y no Almudena Grandes? ¿Por qué Dumas y no Pérez Reverte? ¿Por qué Sebald y no Vila-Matas? ¿Por qué Kurt Vonnegut y no Manuel Vilas? ¿Por qué Susan Sontag y no Rosa Regàs? ¿Por qué Franziska Von Reventlow y no Belén Gopegui? ¿Por qué William Saroyan y no Max Aub? ¿Por qué Primo Levi y no Arturo Barea? ¿Por qué el boom latinoamericano y no la gauche divine? ¿Por qué, en definitiva, buscamos tan lejos de casa aquello que nos hace iguales? ¿Por qué son tan refulgentes las luces que vemos titilar en el horizonte y tan molesta la luz de nuestra calle que entra por la ventana a altas horas de la madrugada? ¿Por qué nos peleamos por importar el mejor y mayor ejemplo del decadentismo yankee (es decir, Las Vegas) a nuestra propia y decadente ciudad? ¿Por qué nos conmueve la acción y la detención de George Clooney pero nos palmeamos la espalda y cacareamos con la detención de Guillermo, Willy, Toledo? ¿Por qué somos, tú y yo y todos los españoles, tal como somos?

Mi amigo se calló de golpe y su mirada y su silencio eran más de lo que yo podía soportar. "Es muy tarde y los dos hemos bebido demasiado". Eso es todo lo que pude decirle antes de separarnos y emprender el camino de vuelta a casa.

Posdata: Quien sepa la respuesta le recomiendo que la escriba en otro idioma, que logre publicar un libro, que tenga éxito a escala mundial y que se traduzca a muchas lenguas, y entonces lo leeremos. Y todos, uno por uno, le daremos la razón. ¡Cómo no! ¡Por supuesto! ¡Faltaría más! ¡Eso mismo llevo diciendo yo muchos años!

miércoles, 29 de febrero de 2012

España en los diarios de Vilas



Me siento desgraciado. Ernesto Sabato lo sabía: "Uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido". La noche que el cine español celebra su fiesta con una gala pomposa y exultante, yo estoy cenando solo comiendo una pizza congelada y añorando tiempos mejores. Es curioso cómo reacciono cuando gente tan guapa y tan elegante, con tanto dinero y tantos trajes caros, con tantas garantías de éxito y de futuro y con tantas ayudas y tantos grandes amigos y tantos magníficos compañeros y equipos técnicos y tanta familia a la que agradecer su apoyo incondicional, es curioso, no deja de ser curioso, o al menos eso me parece a mí como hombre solitario, pobre como una rata y sin amigos en el mundillo literario (y acaso tampoco en el mundo real), pues no deja de resultarme curioso comprobar que "los sueños hechos realidad" de los demás me producen vergüenza, asco y desolación. Por lo tanto, hablemos con propiedad, en lugar de decir me siento desgraciado debería decir, sin ambages, que soy un desgraciado. Visto así, es del todo normal que no tenga muchos amigos.

Lo anterior, de todas formas, no tiene ninguna importancia. Me refiero a que gente tan guapa y tan elegante y con tanto éxito y etcétera se dedique a lamerse las heridas en televisión y con ingentes cantidades de dinero público de por medio. (Que yo sea un desgraciado, desde luego, es un tema de máxima prioridad en la agenda nacional). Si España sigue empeñándose en presentarse al mundo como un país de sonaja y pandereta por muchas películas de robots que se hagan; si aunque hayamos ganado el Mundial y la Copa Davis no aceptamos la burla y la sátira de los demás siendo estos géneros tan propiamente españoles; si nuestro carácter (si mi carácter como español) es envidioso, rencoroso y mezquino, todo ello no es más que una muestra de que las cosas no marchan bien, o no tan bien como podrían o deberían marchar. Por supuesto, yo no sé cómo deberían marchar las cosas así que no entiendo por qué estoy diciendo lo que estoy diciendo. Pero ¿qué estoy diciendo? Es igual. Olvidémoslo. Viva España, viva el cine español y gracias a todo el equipo que ha hecho posible que nuestro sueño se haya hecho realidad.
 
Pero yo he venido aquí para hablar de mi libro y aquí no se habla de mi libro y venga a entrar publicidad y venga a entrar invitados y aquí no se habla de mi libro así que yo me voy. La sátira, la parodia, el sentido del humor y la conjunción de elementos propios de la baja y la alta cultura son las características principales de la última novela de Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962), Los inmortales. El argumento, como suele ocurrir en su narrativa, es una excusa para desplegar a lo largo de sus delirantes pasajes ciertas obsesiones y ciertas iluminaciones. Como la ruptura con la tradición española, a la que admira y al mismo tiempo ridiculiza. Como el descreimiento acerca de los hechos y los personajes históricos. Como la vulgarización de ciertos mitos culturales y la entronización de algunos productos de consumo. Como la crítica a la alienación poscapitalista y la aceptación de su poder y su influencia. Como la voluntad incansable de entender qué es España, quién la representa y qué demonios quedará en pie de todos nosotros cuando hayamos muerto y nuestros descendientes viajen a diario de un planeta a otro con la indiferencia con la que nosotros hacemos un transbordo en Nuevos Ministerios.



¡Dejarme hablar! El milenarismo va a llegar. Me gusta Vilas. Como narrador, es posible que no logre, quizá porque no le interesa, la excelencia en el lenguaje, la belleza en las imágenes o la originalidad en las metáforas. Su virtud, y seguramente su defecto, reside en ser un escritor radicalmente posmoderno. Lo sé, no sólo porque es evidente, sino porque él mismo me lo aseguró durante una entrevista. Fue una charla amena y divertida, histórica y delirante, como lo es su concepción de la literatura (una concepción festiva y estimulante que nada tiene que ver con mi visión catastrofista, agónica y desquiciada de la cual, dicho sea de paso, empiezo a estar harto aunque no logro averiguar cómo desentenderme de ella). Durante esa charla Vilas y yo hablamos de política con sarcasmo y del sarcasmo en la política. Hablamos de la Historia como gran ficción (las imágenes del golpe de Estado de Tejero), y de las ficciones de la Historia (la misteriosa actuación del rey tras el levantamiento). Hablamos del rey, de Juan Carlos I, como representante de esa colectividad llamada España, y de lo ficticio que resulta que ese señor nos represente a todos. Hablamos de la sociedad de consumo y de sus crisis y de sus (des)ventajas en el vestíbulo de un hotel de cuatro estrellas donde su editorial le había reservado una de las mejores suites. Hablamos y me gustó hablar con él. Me pareció un hombre con un espíritu joven para tener ya 50 años. Me pareció sensato y elocuente. Me pareció conciliador y discreto. No había en él rastro de envidia, rencor ni mezquindad, y aún así me pareció profundamente español. Además, cosa extraña, a su lado no me sentí desgraciado y zafio; es más, me alegré sinceramente por haberle conocido, por su éxito, pequeño o grande, y por su buen hacer.

Entonces, ¿qué significa ser español? ¿En qué consiste ese lugar llamado España y qué nos aporta y qué nos niega? ¿Qué narices tengo yo en común con toda esa gente guapa y elegante y exitosa que sale por la tele dándole las gracias a la madre que le parió? Por ejemplo, un territorio, unas costumbres, un idioma. Por ejemplo, una enseñanza, un pasado histórico, unos rasgos faciales, una selección de jugadores, una amalgama de influencias artísticas. ¿Qué más? Una forma de entender la política, una manera de hablar de los demás, una mitología popular desordenada, un cancionero repetitivo y unas imágenes inalterables, una bandera, una patria, un rey. Es decir, muy poco o nada. Ahora entiendo por qué somos como somos. Manuel Vilas, tú y yo, incluso puede que hasta toda esa gente guapa y elegante que hace cine (mejor, peor y tremendamente mal), incluso puede que hasta el mismísimo rey, todos nosotros, todos vosotros, ahora lo entiendo, somos peces raros nadando en las profundidades de un océano inconcebible llamado España. Y todos somos diferentes y todos somos iguales porque todos somos españoles y ¡olé!

Posdata: Mi más sincera enhorabuena a los premiados, lo cual, a buen seguro, y como buenos españoles y españolas que son, les traerá sin cuidado.

viernes, 27 de enero de 2012

Las aventuras de Juan Soto



Conocí a Juan Soto Ivars allá por el año 2010, en la ciudad de Madrid y en la calle Reinas número 3, una casa llamada "La Mansión de Drácula" por su evidente aspecto transilvánico, sede de las reuniones externas del equipo de colaboradores de la sección cultural de la revista Tiempo que dirige Luis Algorri. He querido empezar por este dato intrascendente para el lector, al mismo tiempo que transcribía fragmentos de otra presentación entre escritores, porque en verdad resulta pesadísimo, aunque también sea interesante, cuando las vacas sagradas de las letras se ganan un extra escribiendo en columnas y prólogos sus encuentros y desencuentros con esos otros grandísimos escritores y mejores personas y al final, claro, buenos amigos. Esas palabras, esos encuentros, esas presentaciones son, en demasiadas ocasiones, vulgares escenas pornográficas para adultos asexuados. Intentaré por todos los medios que lo que sigue a continuación no lo sea en absoluto. 

Juan Soto y yo nos conocemos, es cierto. No somos amigos (qué difícil es eso de hacer amigos y qué rápido se catalogan como tales quienes nunca lo serán), pero sí somos compañeros de oficio, colegas de vocación y adictos a la enfermedad, a la literatura y a las sustancias ilegales, aunque puede que sean la misma cosa. La noche que nos conocimos, como tantas otras noches, estuvimos recorriendo varios bares infectos de Madrid hasta acabar la juerga en casa de otro gran escritor y mejor persona de nombre Ignacio Merino. Allí, es obvio, seguimos bebiendo y haciendo cosas ilegales (llegamos a encender una hoguera con las páginas arrancadas de varios libros) mientras hablábamos de la pésima calidad literaria de todos cuantos no estábamos allí reunidos. Como en tantas otras profesiones, los elogios y las complacencias sólo se les concedieron a los escritores ya muertos: Bolaño, Bernhard, Joyce, Hamsun, me parece recordar que alguien hasta reivindicó a los escritores patrios y nombró a Galdós, como si ese señor necesitara ser reivindicado por un joven escritor borracho hasta las cejas y además inédito.

Una de aquellas noches, Juan y yo nos escabullimos del grupo antes de tiempo y nos metimos en un taxi que nos alejaba lentamente de Madrid. La noche era luminosa y gélida cuando llegamos a la casa de Juan porque de alguna manera tiene que ser la noche. Subimos a su piso, uno de los últimos apartamentos de un edificio altísimo que corona la calle Segovia. Recuerdo que Juan lo llamaba, no sin vanidad, "El faro". Nos sentamos cada uno en un sofá y encendimos sendos cigarrillos. Juan me leyó fragmentos de una novela que estaba a punto de terminar y yo hice lo propio con un cuento que estaba escribiendo o había terminado ya. Fumamos y bebimos sin prisa pero sin pausa. No recuerdo si esa noche teníamos alguna sustancia ilegal para consumir. Lo más seguro es que sí. ¿Por qué no? Hablamos de nuestros antiguos maestros, tantos y de tantas nacionalidades diferentes como para hacer varios equipos de fútbol y luego ponerlos a jugar un mundial. La noche se fue yendo sin que nos diéramos cuenta. A las 6 y media de la madrugada se apagaron las luces artificiales de la ciudad. Nos asomamos al balcón y entonces comprendí por qué llamaba así a su edificio. El cielo estaba aún oscuro pero la mayoría de las ventanas de "El faro" seguían encendidas. Un mar de oscuridad. Una luz en el horizonte. Y dos borrachos agitando la mano desde el balcón haciendo señales a nadie. Creo que fue en ese momento sublime y ridículo cuando llegamos a varias conclusiones originalísimas y fundamentales (o eso nos pareció entonces) sobre el carácter de la novela, conclusiones que, ahora, a la luz de la reciente publicación de la primera novela de este joven murciano de nombre Juan, La conjetura de Perelmán (Ediciones B), y de la aparición de una curiosa y recomendable antología llevada a cabo por el hidalgo Soto y su inseparable escudero Sergi Bellver, de nombre Mi madre es un pez (Libros del Silencio), pues es ahora, como digo, cuando me parece importante rescatar esas conclusiones.


Antes, una advertencia: El paso del tiempo, la enfermedad y el abuso de sustancias ilegales han podido modificar ligeramente el contenido de estas conclusiones. Pido disculpas a los lectores que no estuvieron presentes en aquel momento, y sobre todo pido disculpas a Juan Soto por correr el riesgo de poner en su boca palabras y/o afirmaciones que tal vez ya no comparta, o que incluso no haya compartido nunca. En cualquier caso, la verosimilitud es un valor a la baja y yo nunca os dije que fuera a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Estas son las conclusiones.

La primera. Si la novela consigue hacerte comprender que el lenguaje es más sencillo o más complicado de lo que habías pensado, merece la pena.

La segunda. Si la novela rompe, altera, deforma, manipula, tergiversa, o directamente satiriza algún género literario, estilo narrativo o variación formal, merece la pena.

La tercera. Si la novela descubre comportamientos, obsesiones, miedos o esperanzas de los demás o incluso de ti mismo que todavía no habías percibido, merece la pena.

La cuarta. Si la novela te habla y juega contigo y te impulsa y luego te deja caer, te mima y luego te insulta, te besa y luego te zarandea y hasta te da un puñetazo en la cara, merece la pena.

La quinta. Si la novela eleva el sentido del humor a un pasatiempo de la inteligencia, merece la pena.

La sexta. Si la novela lucha, resiste, se tumba en el suelo y escarba para esconderse pero luego se levanta de ahí y se asoma al balcón y resiste la tentación de saltar por la ventana aunque cuando las luces vuelven a apagarse acepta su derrota y claudica pero no se rinde y resiste hasta la mañana siguiente y así una vez y otra vez y una más, merece la pena.

La séptima, y última. Si la novela reconoce que la vida es una catástrofe, merece la pena.

Hace varios meses que no veo a Juan Soto. De vez en cuando nos intercambiamos algún mail y de paso algún texto. Una vez él me envío un poema sobre la enfermedad. Otra, un dibujo sobre el caos. Yo le envíe mi primera novela y me prometió que la leería. No creo que lo haya hecho, y si lo ha hecho es probable que no le haya gustado. A mí tampoco me gusta ya. Esta noche he terminado de leer su primera novela, La conjetura de Perelmán, y todavía no sabría decir si me ha gustado o no. En varias ocasiones he creído comprobar que Juan tuvo presente a la hora de escribirla algunas de las conclusiones a las que llegamos juntos mientras evitábamos saltar al vacío. En otras no las veo por ninguna parte. No importa. Juan y yo ni siquiera somos amigos. Sus amigos son otros y con ellos ha formado un movimiento llamado Nuevo DRAMA. Pero el drama es dejarse de fiestas y de postulados románticos y de manifiestos vanguardistas o tradicionalistas y ponerse a escribir. El drama es tener que esperar a estar muerto para que tus colegas hablen bien de ti. El drama es que la literatura no sirve para nada y sin embargo es nuestra única esperanza. El drama es que no tengo más amigos porque no me apetece hacerme una cuenta en Facebook. El drama es que las sustancias ilegales tienen efectos secundarios y que esos efectos secundarios sólo desaparecen dejando de tomar sustancias ilegales y eso sería un verdadero drama porque entonces Juan Soto y yo no sabríamos qué hacer cuando nos volviéramos a ver. El drama, el único y verdadero drama, es seguir con esta vida de mierda y encima tener que sonreír. Pero eso es otra historia.

Para terminar, el mejor fragmento que he encontrado en la novela de Juan. A lo largo del libro hay palabras, situaciones y metáforas ingeniosas, bellas y acertadas aunque en algunos casos se vuelven excesivas. Pero este párrafo, sólo este párrafo, demuestra que estamos ante un gran escritor... y mejor persona, eso por descontado. 

Entretanto, el policía que decidió no detener a la pareja de borrachos seguirá haciendo su ronda. Pensará en la extraña mirada de murciélago de ese americano chiflado, en su brazo de roca. Por las noches llueve vodka sobre la ciudad. La alegría da mucho trabajo, pasa la noche dando vueltas, amonestando a gente, pidiendo documentación, apuntando en su libreta esto y aquello. A eso de las cinco el frío empieza a ser terrorífico y decide resguardarse. Cuando el alba lo conduzca a su piso, sentirá que se ha salvado de algo. Cerrará la puerta y no podrá reprimir un hondo suspiro. Salvado, ¿de qué? De una amenaza incomprensible. A salvo de los pasos y el olfato de una montaña con patas de araña. Esta criatura inverosímil lo perseguirá en sueños.

Y ahora, que empiece la aventura. ¿Merece la pena?

Posdata. Esta columna es pura ficción. Yo jamás he consumido sustancias ilegales, y Dios me libre de haber visto hacerlo a Juan Soto, a quien, por cierto, no conozco de nada.

Los mejores libros de 2011, una lista sin números

No voy a ponéroslo fácil, os lo advierto, no voy a hablar aquí de Arturo Pérez Reverte ni de Javier Marías ni de Juan Marsé, tan parecidos en algunas ocasiones aunque cada uno a su manera no tenga nada que ver con los otros dos, por supuesto, ni siquiera para formar parte de la misma frase, pero así es como aparecen a final de año. Porque es el momento de hacer una lista y juntar la carne con el pescado, el vino con la cerveza, y eso es lo que todo el mundo está haciendo en estas fechas, comer en abundancia y emborracharse sin pudor y hacer una lista, seleccionar, desechar y enumerar las películas más vistas, los discos más vendidos, las noticias más relevantes, los vídeos más votados, los libros más valorados por los críticos y qué duda cabe que lo más sencillo para todos sería hacer una lista, otra lista, poner varios títulos, dos o tres párrafos explicativos y terminar el artículo felicitando las fiestas a nuestros queridos lectores...
 
Pero yo no voy a hacer eso, no, quizá simplemente por llevar la contraria voy a diseminar la información a lo largo de un solo párrafo en el que no vais a encontrar ni un solo punto y aparte, os lo puedo asegurar, a no ser que los chicos de edición me desbaraten el texto y me rompan el discurso fluido que lentamente os está adormeciendo porque ninguno sabe de qué va en verdad todo este asunto, ¿me equivoco?, ¿no se trataba de una lista de los mejores libros del año según este engreído y autoproclamado joven escritor?, entonces ¿qué diablos está escribiendo este tipo?, ¿y cuántos años tiene para creerse tan joven?, ¡qué desfachatez!, diréis, sí, eso es lo deberíais decir y acto seguido cerrar esta ventana y abrir la columna de Gema Lendoiro que siempre nos hace reír, ¿verdad?, porque leer y pasar el rato y reírse de la vida van de la mano y la lectura no puede ser un obstáculo para la comprensión, ¿no es eso?, ¿o no se trata más que de una broma?...

... Porque si es una broma, una broma debe ser, debería ser, un mecanismo lubricante para penetrar en la hostilidad, pero eso no lo digo yo, eso lo escribió Juan Soto Ivars en una novela impecable llamada Siberia que inexplicablemente no ha encontrado editor mientras que sí lo ha hecho la menos arriesgada y neurótica novela titulada La conjetura de Perelmán que ha publicado Ediciones B convirtiendo el libro en el punto de partida de un movimiento literario denominado Nuevo Drama y que nadie sabe muy bien qué significa pero tampoco importa demasiado mientras sus adalides sigan escribiendo y salgan bien en las fotos, todo lo contrario que le ocurre a Alberto Olmos, desfachado y destruido no sólo física sino literariamente después de crear un personaje insoportable como Santiago en su novela Ejército enemigo que Mondadori ha tenido a bien publicar arrebatándole la prestigiosa firma a Lengua de trapo que se ha destacado este año con la publicación de Alma...

... Maravillosamente escrita por Javier Moreno, una novela que entronca con el primer y mejor Olmos y con Edouard Levé aunque decae cuando la historia o el lenguaje rebajan la comparación al nivel de José Ángel Mañas, autor en vías de extinción aunque la misma editorial publicó su último libro hace unos años, pero en fin, no quiero irme por las ramas y dejarme fuera del folio la nueva traducción de Justo Navarro de la magnífica obra de Francis Scott Fitzgerald en la que inmortaliza a ese gran tipo, Jay Gatsby, y que nos ha traído de vuelta Anagrama así como Nórdica se ha empeñado en no hacernos olvidar a Flann O´Brien aunque sea un escritor arduo y minoritario, todo lo contrario que Andrés Neuman cuyas píldoras narrativas, a veces satíricas, a ratos desternillantes, vuelven a agruparse en un ligero volumen editado por Páginas de espuma, un libro elegante y alentador como Los zorros vienen de noche de Cees Noteboom en Siruela, aunque este neerlandés, quizá por la cercanía de la muerte, se ha vuelto más refulgente pero menos brillante...

... Todo lo contrario que la trayectoria en escalada que parece seguir Patricio Pron y que de momento ha culminado en esa maravilla que es el Espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia y que hasta ha producido una especie de engendro metaliteraturesco como la obra ganadora del Premio Jaén, esa escuela de talentos, que se llama Canción de tumba y que ha escrito y reescrito el mexicano Julián Herbert, lo cual me trae a la memoria que hace cosa de dos meses se nos moría ese gigante mexicano, gigante y mexicano en todos los sentidos, llamado Daniel Sada, dejándonos como rocambolesco y paradojal legado la novelita A la vista, mientras que el legado del difunto Félix Romeo ha sido la magnífica traducción del interesantísimo libro de Daria Galateria sobre los otros oficios de escritores como Georges Perec, Jack London o Charles Bukowsky, entre otros, cuyas experiencias y trayectorias ha recogido Impedimenta en un volumen hermosísimo aunque decir esto empiece a ser una perogrullada...

... Como lo es recordar la relevancia de los clásicos rusos por no sé qué conmemoración de fraternidades hispano-eslavas que bien es cierto que nos ha traído nuevos libros y mejores traducciones como la diminuta edición de El Aleph titulada Tres tormentas de nieve o la majestuosa edición Un siglo de cuentos rusos de Alba editorial, aunque para desmesura la de Mondadori al publicar la obra póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido, inconmensurable y enfermiza locura, novela tediosa y divertida al mismo tiempo pero sobre todo excelentemente escrita (y traducida por Javier Calvo), obra inacabada e inacabable del genial suicida norteamericano, amigo íntimo de Jonathan Franzen que ha querido superar la muerte y el legado de su compañero en la inestimable y descentrada Libertad, aunque, sin lugar a dudas, sin lugar a dudas dentro de mi cabeza y de mi perturbado criterio y mi salvedad emocional, la mejor noticia del año 2011...

... Es la recuperación por parte de Libros del Asteroide, como ya hizo con otras obras del sevillano, de las "nueve novelas alucinantes" que componen A sangre y fuego y que escribió Manuel Chaves Nogales sobre la Guerra civil española y que son terribles y están vivas y no son complacientes ni partidistas ni muestran falsa afectación o gusto por la autocompasión ni mucho menos deseo de revancha, simplemente evidencian la locura y el desfase y la crueldad de la que fuimos capaces todos los españoles, hombres y mujeres, feroces todos, destructivos, bárbaros, víctimas y verdugos de la maldad y de la inquina, ejemplo rutilante y desolador de la cruelísima humanidad, grandiosidad literaria en nombre de los peores instintos, para remediar lo cual no estaría de más acercarse a otro libro de resonancias temporales, Entre héroes y bestias, los españoles que plantaron cara al Holocausto del periodista Diego Carcedo, donde unos desdichados ejercen la bondad y la compasión y nos transmiten la firmeza de la esperanza en mitad de la barbarie aunque, qué le vamos a hacer...

... La prosa de este periodista no alcanza, cómo lograrlo, la grandeza de la escrita por Chaves Nogales, quizá el mejor escritor español del siglo XX, o por lo menos el escritor español más importante para este joven y desquiciado escritor y también para muchos otros escritores como Andrés Trapiello o el propio Javier Marías, y por qué no también el mejor escritor para vosotros, queridos lectores, que ya va siendo hora de que os levantéis de la silla y salgáis a la calle a luchar por la libertad o por lo que sea en que hayáis creído para levantaros de la cama y enfrentaros una vez más a la realidad y a la despedida y a la entrada del nuevo año porque ahora que el artículo llega a su fin, ¿lo notáis?, todo se vuelve más llevadero y más dulce y más feliz, ¿no es así?, la lectura, la locura, la presura, y feliz año nuevo y qué bien está lo que bien acaba y salud...
 

El maestro y Patricio

Desde hace varios días intento recordar quién pronunció la siguiente frase, aforismo o incluso sentencia judicial: "Al elegir a sus maestros, el escritor está dando la medida de su talla". Estoy convencido de que puedo recordar al hombre, porque sin duda fue un hombre, que está detrás de esta afirmación. He renunciado a escribirla en Internet y que Google me lleve a una página donde pueda descubrirlo, quizá porque en realidad no me fío de la información que hay en Internet (ni siquiera de la que vuelco yo mismo), quizá porque mantener activa la memoria y la asociación de ideas es el último reducto de creatividad al que podemos aferrarnos los escritores.

La frase en cuestión, no me cabe duda, podría haberla escrito Thomas Bernhard en su maravilloso libro Maestros antiguos; pero me temo que no fue él. Por la ingeniosidad y la puntería de su postulado también cabría la posibilidad de que fuera el propio Cervantes quien la hubiera puesto en boca de Sancho o del Licenciado Vidriera. Sin embargo es demasiado sencilla para cualquiera de los tres. En un momento de desilusión y zozobra, me armé de valor y fui a un "evento literario" donde creí dar con la solución: Fue Ray Loriga hablando de Enrique Vila-Matas hablando de Robert Walser durante la presentación del último libro escrito por Ray Loriga y elogiado por Enrique Vila-Matas bajo el auspicio del fantasma de Robert Walser. Desde luego, esto podría ser del todo cierto, pero la verdad siempre es más prosaica. La frase, "al elegir a sus maestros, el escritor está dando la medida de su talla", esta máxima perentoria y costurera surgió de lo más profundo de mi mente nada más terminar de leer la última novela del joven argentino Patricio Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia.

Patricio Pron, reconocido discípulo (signifique lo que signifique eso hoy en día) del maestro Roberto Bolaño, amén de otros genios, es un autor genuino, con personalidad, dotado para la ficción, la autoficción, la intertextualidad y algún que otro recurso postmoderno más con los que comulga a regañadientes (tal vez porque sabe que la mayoría no son innovaciones sino meras repeticiones formales); pero sobre todo es un escritor verdadero. O lo que es lo mismo: un hombre que desde su lugar en el mundo pelea por sacar adelante una literatura que se enfrente a los mejores, un lenguaje que rinda homenaje a la sintaxis, una emotividad que haga sacar los colores sin dejar lugar al patetismo, una escritura, en definitiva, comprometida consigo misma y con el rescate de la verdad, su máxima expresión, su única meta, su epifanía y su catarsis. Porque Pron, aplicado y voluntarioso, urde sus tramas con precisión de relojero y elige con sobrada intencionalidad sus historias aunque al final lo deje todo en nuestras manos. Después de hacernos unas cuantas revelaciones, después de investigar lo asombroso que oculta lo cotidiano, después de barruntar diversas equivocaciones históricas, Pron nos coge de la mano y antes de llegar al final del túnel nos la suelta y desaparece. O mejor, siguiendo su juego de metáforas, nos deja dentro de un bosque con la esperanza de (y el miedo a) salir.

Los tres libros que ha publicado Pron en Mondadori son (siempre desde mi perturbado punto de vista) tres joyas, tres obras de arte, tres monumentos, pequeños pero sólidos, en honor a la escritura. No son la piedra de Rosseta (a estas alturas de la historia de la literatura qué podemos esperar), pero son tres obras importantes. Y lo son, en parte, por lo que tienen de únicas y por lo que las entronca con otras tres obras (o más) de su querido maestro, el chileno Bolaño. Así, por ejemplo, El comienzo de la primavera se plantea como una búsqueda literaria y vital en la estela de la emprendida por los poetas realvisceralistas de Los detectives salvajes. Cualquiera de los cuentos agrupados en El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan podría pertenecer sin desmerecerlo a Putas asesinas. Y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia tiene ecos de Estrella distante e incluso de Nocturno de Chile. Estas correspondencias, que tantos otros pueden considerar deudas o defectos, son, a mi juicio (recuerda esto: estoy perturbado) maravillosas analogías del funcionamiento de la narrativa, de la escritura y hasta del primigenio desarrollo de la vida: sólo podemos aprender algo mirando cómo lo hacen los demás. Y eso no es un aforismo inteligente o una cita célebre; es, sencillamente, la verdad.



Por desgracia, como bien sabía Bernhard, "por muchos que sean los grandes ingenios y los Maestros Antiguos que hayamos tomado por compañeros, no sustituyen a nadie; al final nos dejan solos". Bolaño, en vida, no quiso ser maestro de nadie pero tras su muerte se convirtió en el maestro de todos nosotros. No dejemos que Patricio Pron se escabulla sin habernos mostrado antes los límites del bosque, y si no puede acompañarnos hasta llegar a cielo abierto no le pidamos cuentas ni le tengamos rencor porque en sus libros hallaremos varias salidas luminosas frente a la encrucijada inextricable que es hacer de la literatura una obra de arte, un enigma y una incitación.

Un ejemplo. En uno de sus mejores cuentos Pron escribe:

Si pudiera rescataría a todos los escritores desesperados, me quedaría de pie con los brazos abiertos en el campo de centeno y los atajaría para que nunca sintieran dolor ni desesperación.

Una promesa. Hace unas semanas, Pron escribió lo siguiente en la revista LetrasLibres refiriéndose a la literatura que han de parir los nuevos escritores en el siglo XXI:

Estoy seguro de que seréis vosotros los que produciréis esa literatura (comprometida, arriesgada, pura) y un día tendréis que marchar a la guerra por ella. Ese día yo iré a la guerra con vosotros, os lo prometo.

Una esperanza. Si es eso cierto, querido Patricio, toma mi mano y vamos juntos a la batalla porque la guerra ya ha comenzado.