viernes, 13 de abril de 2012

Consejo de un discípulo de Casavella a un fanático de Wallace

Era muy tarde y los dos habíamos bebido demasiado. Cansado de hablar de fútbol, de mujeres y de viajes pendientes, me decidí a hablarle del último libro de David Foster Wallace, El rey pálido, publicado de manera póstuma tres años después de que el autor pusiera fin a su vida con una soga y un pequeño salto, aunque lo que en realidad quería decirle era que a veces, algunas tristes y etílicas veces, yo mismo me imaginaba despidiéndome de él y de todos vosotros de la misma manera, tan sencilla, tan rápida, tan profundamente liberadora como irremediablemente trágica. Pero sin dejarme tiempo para elaborar un discurso coherente, él, mi colega de profesión, signifique eso lo que signifique, amén de fiel compañero de borracheras e inigualable devorador de libros y al cual prefiero no nombrar por temor a las represalias del tan mezquino y traicionero mundillo literario, signifique eso lo que signifique, mi colega, como digo, ebrio de amistad y sobrio de lucidez, o viceversa, detuvo mi parlamento y se lanzó a hacerme una larga serie de preguntas para las cuales, ni entonces ni ahora, encuentro la más mínima respuesta. La primera de ellas fue la siguiente: ¿Por qué eres capaz de pasarte más de 500 páginas con David Foster Wallace pero no aguantas ni una docena con Francisco Casavella? Como no supe o no tuve valor para contestarle, mi colega siguió cuestionándome del siguiente modo (es decir, haciéndome cuestiones y cuestionando a la vez mi criterio) utilizando, premeditada e irónicamente, el plural mayestático. 




¿Por qué todos nosotros, jóvenes, adultos y viejos, hemos leído la más bien poco interesante aventura de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger pero no la descripción sociopolítica de nuestra patria hecha por Rafael Sánchez Ferlosio en El Jarama? ¿Por qué sabemos quién es Ann Beattie pero apenas tenemos claro quién fue Carmen Martín Gaite? ¿Por qué hemos visitado el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner pero no tenemos valor de adentrarnos en la Región de Juan Benet? ¿Por qué devoramos los libros de Nick Hornby pero no hacemos caso de los de Kiko Amat? ¿Por qué nos interesa la desquiciada sociedad mostrada por Bret Easton Ellis pero ridiculizamos la que recrea José Ángel Mañas? ¿Por qué nos excita Michel Houellebecq pero nos deprime Alberto Olmos? ¿Por qué elogiamos la fanfarronería de Hunter S. Thompson pero no la toleramos en Robert Juan-Cantavella? ¿Por qué Paul Auster nos tiene embrujados pero no prestamos oídos a Antonio Orejudo? ¿Por qué Haruki Murakami es un fenómeno sociológico y Ray Loriga no es más que un socio de lo fenomenológico? ¿Por qué nos enorgullecemos de leer a Tom Wolfe, de conocer las obscenidades de Bukowsky, de haber hecho autostop en la ruta 66 como si fuéramos Jack Kerouac, pero no soportamos la vocación social de Isaac Rosa, las meteduras de pata de Cela, ni la fantasmagoría de Agustín Fernández Mallo? ¿Por qué nos desternillamos con las marranerías de Henry Miller pero nos espanta la sicalíptica de profunda raigambre castellana de Juan Manuel De Prada? ¿Por qué J. M. Coetzee consigue estremecernos y Javier Marías sólo logra matarnos de aburrimiento? ¿Por qué preferimos las remembranzas de James Ellroy sobre los años 60 en EE.UU. a la autopsia sobre el 23-F de Javier Cercas? ¿Por qué nos vanagloriamos de haber atravesado El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell pero no sabemos glosar ni una página de la Antagonía de Luis Goytisolo? ¿Por qué nos conmueve la infantilidad poética de Yasunari Kawabata y abominamos la poesía infantil de Gloria Fuertes? ¿Por qué nos reímos con la irreverencia de Neal Pollack pero no entendemos el humor absurdo de Sergi Pàmies? ¿Por qué nos fascina la heteróclita escritura de Julian Barnes pero no apreciamos la versatilidad de Quim Monzó? ¿Por qué nos sumergimos en las historias sudistas de John Steinbeck pero no queremos saber nada de la Castilla de Miguel Delibes? ¿Por qué nos apasiona la modernidad de Hamsun y no logramos ni siquiera entender la de Azorín? ¿Por qué sabemos todo sobre el exilio parisino de Hemingway pero nada sobre el exilio político de Juan Goytisolo?

Llegado a este punto, mi colega hizo una pausa, una breve y significativa pausa, y después de tomar aire continuó. ¿Por qué Balzac y no Galdós? ¿Por qué Goethe y no Larra? ¿Por qué Tabucchi y no Muñoz Molina? ¿Por qué MacCullers y no Laforet? ¿Por qué Melissa P y no Almudena Grandes? ¿Por qué Dumas y no Pérez Reverte? ¿Por qué Sebald y no Vila-Matas? ¿Por qué Kurt Vonnegut y no Manuel Vilas? ¿Por qué Susan Sontag y no Rosa Regàs? ¿Por qué Franziska Von Reventlow y no Belén Gopegui? ¿Por qué William Saroyan y no Max Aub? ¿Por qué Primo Levi y no Arturo Barea? ¿Por qué el boom latinoamericano y no la gauche divine? ¿Por qué, en definitiva, buscamos tan lejos de casa aquello que nos hace iguales? ¿Por qué son tan refulgentes las luces que vemos titilar en el horizonte y tan molesta la luz de nuestra calle que entra por la ventana a altas horas de la madrugada? ¿Por qué nos peleamos por importar el mejor y mayor ejemplo del decadentismo yankee (es decir, Las Vegas) a nuestra propia y decadente ciudad? ¿Por qué nos conmueve la acción y la detención de George Clooney pero nos palmeamos la espalda y cacareamos con la detención de Guillermo, Willy, Toledo? ¿Por qué somos, tú y yo y todos los españoles, tal como somos?

Mi amigo se calló de golpe y su mirada y su silencio eran más de lo que yo podía soportar. "Es muy tarde y los dos hemos bebido demasiado". Eso es todo lo que pude decirle antes de separarnos y emprender el camino de vuelta a casa.

Posdata: Quien sepa la respuesta le recomiendo que la escriba en otro idioma, que logre publicar un libro, que tenga éxito a escala mundial y que se traduzca a muchas lenguas, y entonces lo leeremos. Y todos, uno por uno, le daremos la razón. ¡Cómo no! ¡Por supuesto! ¡Faltaría más! ¡Eso mismo llevo diciendo yo muchos años!