martes, 12 de junio de 2012

El extraño caso del Dr. Pardo y Mr. Herbert

Leer no sirve para nada. El tiempo pasa y no pasa nada. ¿Qué podría pasar? Las bolsas se desploman, las guerras continúan, las finales deportivas se siguen jugando. Entretanto, un hombre y una mujer discuten acerca del futuro que les espera a sus hijos con estos tiempos y estos recortes y esta dichosa crisis, sin saber que esos hijos, pasados los años, les negaran la palabra. En otro lugar, quizás en un bar, un jardinero y un publicista malgastan su dinero en alcohol y en lugar de pensar que no tienen nada que decir no piensan lo que deberían decir y no dicen más que tonterías. Como todos nosotros. El tiempo sigue pasando, lentamente, aunque a veces, también, demasiado deprisa. Las bolsas juegan, la gente se mata, tu equipo gana. Enhorabuena. 

El tiempo pasa. Dos personas, dos escritores, escriben. Son Carlos Pardo (Madrid, 1975) y Julián Herbert (México, 1971). No se conocen y eso tampoco importa. En sus respectivas novelas, Vida de Pablo y Canción de tumba, los dos escriben sobre varias cosas. Sobre la enfermedad, sobre  literatura, sobre el tiempo. Pero sobre todo escriben sobre ellos mismos. ¿Sobre qué otra cosa podrían escribir? No saben cómo funciona la bolsa, no han estado en la guerra, no asistieron a la última final en ese gran estadio. Escriben y hacen literatura, esa estúpida cosa que no vale para nada a menos que unos cuantos insensatos decidan que vale para algo. Pero ¿para qué podría servir? Y además, ¿por qué sirve la literatura de unos pero no la de otros? ¿Acaso esta acumulación de palabras sirve para algo? Pospongamos, por el momento, esta ambiciosa pregunta. 
 


El tiempo se detiene. Es raro, lo sé. Es imposible. Pero juguemos a ello. Juguemos a olvidar que estamos preocupados, que no tenemos dinero suficiente para pagar las facturas, que nuestros hijos se apiñan en las aulas, que en lugares lejanos la gente se sigue matando. Juguemos a perder la noción del tiempo, esa cosa terrible que nos muestra tal como somos y nos deja al descubierto. Bien. Y entonces, ¿qué podemos hacer? Una opción. Cerrar los ojos, respirar profundamente, pensar en todo lo que ha pasado, pensar en todo lo que podría haber pasado y pensar en todo lo que nos gustaría que hubiera pasado en nuestra vida. Pues bien, esa idea, ese pensamiento, ese desvarío, eso es lo que llamamos literatura. Y a nadie le importa. ¿A quién le puede importar lo que nos ocurra o no nos haya ocurrido jamás? Hay personas que se creen importantes y hay personas que no le importan a nadie y entre medias de unos y de otros estamos todos los demás. Nadie, en verdad, ninguno de nosotros, importa realmente. 
 
Lo extraño, lo misterioso, lo increíble y lo maravilloso es que las vidas, las idas y las vueltas, las locuras, los desvaríos, las enfermedades, las trivialidades, las estupideces y las palabras de unos tipos que no se conocen y a los que no conocemos nos puedan importar hasta el punto de sentir algo por ellos. Eso es, sin duda, lo más insólito y lo más duradero de la literatura. La empatía, la amistad que se produce entre seres imaginarios (o no) y unas cuantas palabras. La emoción. La verdad. La puñetera vida y el puñetero tiempo que pasa y que nos une y que luego nos separa aunque mañana el mundo se vaya de una vez por todas a tomar por el culo. Y cuando llegue ese momento, no sé qué harás tú, la verdad, pero yo estaré leyendo. Aunque no sirva para nada.