miércoles, 24 de octubre de 2012

La insoportable levedad de Ingrisano

El verano se termina entre abandonos mediáticos, muertes históricas, tristezas multimillonarias y penurias reales de todo tipo y condición. Entretanto, el resto de mortales miramos a la vez hacia delante y hacia atrás, hacia un tiempo que comienza y otro que termina, y hacemos balance y me arriesgo a aventurar que (casi) ninguno de nosotros ha cumplido todas sus expectativas. Yo mismo, por poner un caso, no las he cumplido. Puede que algunas sí, es cierto. La mayoría, en cambio, no. Septiembre es un mes raro pero repetitivo. Cada año vuelven las mismas incertidumbres, esperanzas y melancolías. Incertidumbres simbolizadas en la llegada de un nuevo curso escolar que, ya sea de forma directa o indirectamente, sigue rigiendo nuestros biorritmos. Esperanzas porque RBA siempre saca una docena de fantásticos coleccionables y sólo con comprar el primer lanzamiento (al módico precio de 1,95 euros) uno adquiere al instante una estupenda colección de objetos diminutos y totalmente inútiles que nos acompañarán hasta la próxima mudanza. Melancolías porque los días son cada vez más cortos y las noches más largas y las hojas y el pelo y la firmeza de la juventud caen lentamente sobre el suelo de la existencia (ah). Por eso solemos dejarlo (casi) todo de lado durante el verano y es en septiembre cuando hacemos lo posible por retomar (casi) todo aquello que dejamos a medias. Como el colegio, como la esperanza en el futuro, como la escritura. Por eso es ahora, en septiembre, cuando vuelvo a escribir. Para compensar el desequilibrio de expectativas cumplidas.

Hace prácticamente un año que Alejandro García Ingrisano (Madrid, 1986) publicó un libro llamado Pitcairn en el pequeño sello editorial El Olivo Azul. Sin embargo, no fue hasta el mes de junio que me enteré de tan magno acontecimiento, más o menos al mismo tiempo que llegaba a mis manos la primera y hermosa edición de Siberia, publicada por la misma editorial, la segunda novela de Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985) prologada por su querido amigo Ingrisano, del mismo modo que el joven Ivars prologó en su momento la novela de Ingrisano que se publicó hace prácticamente un año y de la que hablaremos a continuación porque durante los meses de julio y agosto de este verano el libro que la encierra ha tenido varias funciones en mi vida; a saber: como estímulo, como compañero de viaje, como motivo de burla y enfado, como origen de razonamientos diversos, como objeto arrojadizo en una discusión, como posavasos, como superficie donde esparcir sustancias ilegales, como excusa para volver a hablar de literatura y, finalmente, como constatación de una catastrófica pero reveladora evidencia. Vayamos, si no hay objeciones, por partes.

Estímulo.
Que tal y como están las cosas en el mundo editorial sigan existiendo sellos independientes que apuesten por narradores jóvenes siempre es motivo de alegría para los lectores y de esperanza para los escritores. Más, si cabe, tratándose de dos personas a las que conozco y a las que me une, según creo, cierta extraña simpatía.

Compañero de viaje.
El mismo día que salía de viaje hacia Berlín compré el libro de Ingrisano sin saber que la acción de la novela transcurría en esa ciudad, si bien hace más de 30 años. De Berlín fui a París, de allí a La Rochelle, luego a Rochefort, y haciendo parada en Burdeos nos encaminamos hacia Bilbao. Después volví a Madrid y todavía seguí leyendo el libro en las tardes calurosas del mes de agosto.

Motivo de burla y enfado.
Por el tiempo que he tardado en leerlo puede parecer que se trate de una novela interminable, pero nada más consta de 154 páginas. Sin embargo, desde que adquirí el libro y leí el prólogo escrito por Ivars pasaron varios días hasta que, superada la vergüenza, comencé la lectura. El esfuerzo que en esas líneas se hace por crear en torno al autor un aura de escritor maldito, bohemio pero con clase, campechano pero erudito, todo un caballero digno de mejores épocas, es inapropiado por innecesario, cuando no completamente burlesco. Que dos jóvenes que no llegan a la treintena jueguen a tratarse como personajes dieciochescos, incluso en el manejo de las referencias y el lenguaje, sencillamente me enfurece. A no ser, por supuesto, que todo esto forme parte de una mascarada literaria.

Origen de razonamientos diversos.
Pircairn no es una buena novela. Tampoco diría que es una novela mala. Me parece un texto excepcionalmente bien escrito, en el que se alternan momentos delirantes con piezas gratuitas si bien siempre manteniendo a gran altura un peculiar sentido del humor. Pero parece un humor impostado de otra época, igual que el esnobismo de los personajes y la fragilidad de la trama. Toda la emotividad de la novela la va acaparando progresivamente el joven escritor Juan Ivars, en un sabio ejercicio de desdoblamiento del narrador. La estructura, que hace las delicias del prologuista, no deja de ser arbitraria, en cuanto que el narrador utiliza a su antojo el tiempo que maneja. La circularidad y el recurso al manuscrito hallado son recurrentes muestras de erudición y, por lo mismo, motivos de cansancio. Pero, a pesar de estas flaquezas, hay algo en la escritura de Ingrisano que convierte la lectura en una elegante lucha contra los clichés y la bisoñería de la que adolecen (de la que adolecemos) muchos escritores noveles. Escritores que, como Ingrisano, como Ivars (el ficticio y el real) o yo mismo, tendemos a darnos más importancia de la que jamás llegaremos a tener por mucha literatura que le añadamos a nuestras vidas, tan normales y corrientes.


Objeto arrojadizo en una discusión, posavasos y superficie donde esparcir sustancias ilegales.
Una reunión de amigos como cualquier otra. No creo que hagan falta más aclaraciones



Excusa para volver a hablar de literatura.
O de algo que se le parece.
Constatación de una catastrófica pero reveladora evidencia.
Hasta donde yo sé, ni Ingrisano (aunque durante su estancia en Berlín se alimentara a base de patatas y no pudiera soñar con tener un ordenador), ni Ivars (el escritor real, no el ficticio, aunque se parezcan), ni yo (el mayor de los tres y el único que no ha publicado ningún libro), ni la mayoría de los escritores jóvenes que ambicionamos sacar adelante una literatura propia y singular, no hemos vivido ninguna guerra en primera persona, no hemos estado al borde de la muerte, no hemos tenido que exiliarnos, no participamos en manifestaciones ni sufrimos el acoso policial, no hemos pasado hambre, no hemos visto a nuestros hermanos asesinarse por una ideología moribunda, no tenemos que luchar con otras especies por la supervivencia, no sufrimos enfermedades letales, no creemos en Dios ni creemos en el infierno. Somos gente normal y corriente que vive vidas normales y corrientes rodeadas de personas normales y corrientes. Sufrimos, eso por supuesto. Tenemos problemas, hemos visto morir a gente que queríamos, nuestros padres se han divorciado, nos hemos peleado a puñetazos con nuestro mejor amigo, hemos sido humillados y abandonados por varias mujeres, somos débiles, el poder nos engaña, la prensa nos manipula, la economía nos ha dejado de lado, a veces no tenemos dinero ni para coger el autobús, enfermamos y nos deprimimos y algunas veces nos gustaría estar muertos. Está bien. Todo eso es cierto. Pero no por eso somos legendarios, no por eso somos personas más especiales que otras. Somos superficiales, esquivos, egoístas, insolentes. No sé si tenemos algo que contar. Supongo que algunos de nosotros sí; intuyo, lamento, que la mayoría de nosotros no. Sin embargo, entre decir y callar, entre ser espectadores o participar de alguna manera en la acción, nosotros, los jóvenes escritores, siempre debemos elegir seguir escribiendo porque entre tanta verborrea, grandilocuencia y estupidez de 140 caracteres es necesario que alguien intente decir algo interesante, útil, duradero, ejemplar, magnífico, intenso, verdadero y supongo que, inevitablemente, también será superficial. Porque no somos ni seremos leyendas y es mejor que sea así porque entonces se complicarían de verdad las cosas y todos queremos que la vida siga tratándonos bien ya que lo único que seremos capaces de hacer por ella será escribir lo mejor que podamos, hacer de la vida literatura, o literatura de la vida, aunque intuyamos y temamos que tampoco eso valdrá para nada. O tal vez sí.

He ahí la insoportable levedad de Ingrisano: La insoportable levedad de ser escritor