sábado, 30 de noviembre de 2013

Tirano SotoIvars

Ajedrez para un detective novato
Juan Soto Ivars
Algaida

Hace meses que no escribo en este páramo en medio del desierto, más o menos el tiempo que he tardado en tomar la decisión de abandonar varios proyectos (éste se ha librado por poco) y empezar otros tantos que tarde o temprano abandonaré cuando se me ocurran nuevos proyectos para reemplazar la monotonía en que han caído los actuales. Por otra parte, hace semanas que me estoy dedicando a leer otro tipo de novelas, negras, policíacas y de misterio, novelas que no entraban en mis planes como parte de mi dura formación como escritor atormentado, fracasado y autocompasivo. Finalmente, hace días que me persigue Juan Soto Ivars, un joven escritor a quien aún no he tenido la suerte de conocer, un joven escritor que termina todos los proyectos que emprende y se lanza a por otros nuevos que nunca deja a medias, un escritor que huye del patetismo de los principiantes y asume su valía y se enfrenta a cualquier reto para lograr el éxito a toda costa, una postura lúcida y desde luego más rentable que la mía, lo que no hace sino evidenciar mi condición de escritor inacabado, inédito y angustiado. Por suerte, como no podía ser de otra forma, he empezado a cansarme de este posicionamiento así que ya va siendo hora de darlo por zanjado y enfrentarme a todos los hijos e hijas de este país que no paran de escribir, para lo cual no me queda más remedio que seguir escribiendo, como bien sabe el tirano SotoIvars. 


El otro, el joven escritor Juan Soto Ivars, ha escrito dos novelas heterogéneas e inclasificables (La conjetura de Perelman y Siberia), varios relatos recogidos en diferentes antologías de carácter irregular, decenas de artículos de erudición, columnas de opinión surrealistas y entrevistas más bien esperpénticas. Algo de todo eso se encuentra en su tercera novela, Ajedrez para un detective novato (Algaida, Premio Ateneo Joven de Sevilla), donde se mezclan en una turbamulta sin precedentes las influencias de Valle-Inclán, del mejor Eduardo Mendoza y del último Pynchon con algo así como ciertas sombras chinescas del Wilt de Tom Sharpe, y hasta ciertos ramalazos erótico festivos del Bukowsky de Pulp. Eso es lo que yo he podido encontrar en el libro, pero hay más. La sátira constante, el humor desfasado y el falso cinismo del narrador le emparentan con autores más jóvenes y menos estelares, como pueden ser Alberto Olmos y Frédéric Beigbeder. La carcasa de género negro que lo envuelve todo y que se rompe en mil pedazos nos recuerda que los géneros son intercambiables y que en la novela cabe todo y que por eso es indestructible, y eso lo sabemos todos desde hace mucho tiempo, aunque no sabríamos decir ya quién nos lo demostró, pero fue Bolaño, qué cosa más rara, de los últimos en demostrarlo, como bien sabe el tirano SotoIvars. A pesar de tantas parentelas, la novela de ese escritor joven llamado Juan Soto Ivars tiene méritos indudables y propios, admirables y desternillantes y, por lo tanto, también, alegremente envidiables.

Alguna vez he empezado la noche, tras alguna presentación o ceremonia de premios anodina, rodeado de jóvenes escritores, algunos de los cuales me consta que sí conocen al tirano SotoIvars. Mientras tomábamos las primeras cervezas nos limitábamos a hablar de los proyectos pendientes que nos mantenían ocupados. Con la primera copa en la mano todos empezábamos a hablar de la necesidad de renovar la repetitiva literatura de este país decadente. Con la segunda copa todos me decían que tenía que ser yo quien renovara la ultrajada literatura de este país corrompido. Tras injerir la tercera copa yo les aseguraba que no, que estaba claro que iban a ser ellos los que renovaran la pútrida literatura de este país pestilente. Encerrados en el baño, con la cuarta copa apoyada en el retrete, todos estábamos de acuerdo en que la literatura de este país da asco y que no merece la pena renovarla porque está muerta. A partir de la quinta y sucesivas, entre balbuceos y sollozos, todos admitíamos que lo único que deseábamos era escribir una novela decente que se vendiera hasta en las gasolineras y forrarnos con ella para poder seguir escribiendo novelas cada vez mejores que se siguieran vendiendo. Entretanto, lo mejor que le podía pasar a la triste literatura de este país mediocre es que se fuera muy a tomar por el culo. Sin embargo, a la mañana siguiente, con la cabeza a punto de estallar y el cuerpo tiritando, yo no era capaz de recordar aquellas ebrias confesiones y me castigaba por no haberme pasado la noche escribiendo una novela que renovara de una vez por todas la repetitiva literatura de este país decadente.

Como digo, hace días que me persigue Juan Soto Ivars. Un editor de los pocos que conozco me invitó la semana pasada a la presentación de su tercer libro, Ajedrez para un detective novato, adonde no pude acudir porque tenía que atender otros proyectos en su fase inicial. En todas y cada una de las librerías que visito me espera ese mismo libro en las mesas de novedades, al que ha venido a hacer compañía una antología de escritores nacidos en los años 80, entre los que no estoy yo y ahora empiezo a intuir por qué, aunque sí están muchos de los amigos del tirano SotoIvars con quienes he compartido algunos de esos intensos momentos de embriaguez. En los medios que leo me encuentro con artículos de y sobre el joven escritor Juan Soto Ivars. En los medios que colaboro me tengo que disputar las escasas páginas dedicadas a la literatura con él. Mis amigos le contratan a él para relanzar sus nuevos proyectos mientras que a mí me dan largas o me plantean proyectos que tarde o temprano dejaré de lado. La otra noche estuve con una antigua novia que nunca ha leído una sola entrada de este desértico lugar, y sin embargo hace meses que sigue a Juan Soto en Twitter y es su amiga número 3.458 (aprox.) de Facebook. Yo no tengo Twitter ni tengo Facebook y ni siquiera conozco a Juan Soto Ivars. Pero está claro que la nueva literatura de este país desmemoriado necesita escritores como él.

Derrotado por las evidencias, me he propuesto un nuevo proyecto: seguir de una maldita vez el ejemplo del joven escritor Juan Soto Ivars: es decir, escribir, seguir escribiendo, y no tener reparos en remover cielo y tierra para que se publique aunque sepa de antemano que no puedo, ni debo, aspirar a renovar una literatura que se está renovando constantemente, lo sepamos a no. Si no aparezco en las búsquedas de Google ni he formado un movimiento literario que de por sí es un drama, si no recorro España presentando mi libro ni gano jugosos premios, si no tengo amigos escritores con los que publicar antologías ni conozco a los editores indies del momento, si no soy hijo de nadie ni seré padre de nada, ¿qué importa todo eso? En el fondo se trata de escribir, de seguir escribiendo (… hasta que cae la noche con un estruendo de los mil demonios. / Los demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo.), hasta que llegue el día, a Dios pongo por testigo, en que me enfrente cara a cara con el tirano SotoIvars. Y entonces le derrocaré. O simplemente le daré las gracias por haberme mostrado una alternativa a la catástrofe. 

sábado, 13 de abril de 2013

Las tribulaciones del estudiante Roncagliolo

Óscar y las mujeres.
Santiago Roncagliolo.
Alfaguara. 314 páginas.

La noche que conocí a Santiago Roncagliolo era extraña y neblinosa, llena de ruidos estridentes y personajes rocambolescos, como si todo lo que fuera a ocurrir a partir de ese momento formara parte de un sueño, uno de esos sueños tan vívidos y asfixiantes que durante mucho tiempo nos hacen dudar sobre la irrealidad de lo soñado y la realidad de lo vivido. En cualquier caso, Santiago y yo nos conocimos y acto seguido yo me largué a hablar sobre mi vida y mis aspiraciones y mis deudas y mis miedos y mis problemas mentales y mis difíciles y extrañas relaciones con las mujeres y mis difíciles y extrañas relaciones con la literatura. Cansado de todo y de mí mismo, le dije a Santiago que yo también era o quería ser escritor y como sabía que él había venido a España desde Perú para ser escritor y que había pasado hambre y penurias hasta lograrlo le dije que qué era lo que tenía que hacer yo para ser escritor y él me dijo que lo mejor que podía hacer era el camino inverso, es decir, marcharme a Latinoamérica porque el mercado en España estaba saturado y tal vez allí en estos momentos hubiera más opciones. Luego se quedó un rato mirándome, como se mira a un loco o a un fantasma, y me dijo:

_ Daniel, te has librado de los terremotos, de los tsunamis, de los atentados terroristas, de los asesinatos, de las violaciones, de los secuestros, de los incendios, del exilio, del hambre, de las enfermedades venéreas, congénitas o terminales, te has librado de la cárcel, de las mutilaciones, de los accidentes de tráfico, de los desahucios, de las estafas, de la discriminación sexual, social, religiosa y racista, te has librado del maltrato paterno, de los abusos sexuales, de la pobreza y hasta te has librado de esa sutil catástrofe que es la fealdad y de esa epidemia que afecta a tantos seres humanos y que adopta la forma de la estupidez, como causa o consecuencia de la ignorancia. Te has librado de todo ello (menos del suicidio, de eso no te podrás librar jamás), ¿y aún así te atreves a mostrarte infeliz?

_ Bueno, yo…

_ Eres un cobarde. ¡Espabila! Levántate y escribe, lee y luego escribe, sal ahí afuera y vive como si no hubiera un mañana y luego vete a casa y escribe y atrévete a cambiar el mundo, o al menos a cambiar tu vida, o al menos a cambiar tu manera de sentir, o, en último caso, a cambiar tu manera de escribir. Al menos eso.

_ Caramba, Santiago, qué cosas me dices.

_ La pura verdad, chaval.

_ Pero ¿y tu libro? ¿Qué podemos decir de tu último libro, Santiago?

_ De mi último libro es mejor no hablar.

Y yo le hice caso, a Santiago, al menos en lo que respecta a su último libro, porque para llevar a cabo el resto de sus exhortaciones deberían cambiar muchas cosas pero aún no creo estar preparado para adaptarme a esos cambios porque, como bien dice Santiago, soy un cobarde, pero sobre todo, y lo más importante, porque no conozco a Santiago Roncagliolo y lo único que puedo decir acerca de él es que es un buen escritor y como tal ha escrito buenos libros, como Pudor y Abril rojo, pero otros no tanto, como el último, y que sin duda él sí fue y es un valiente porque lo dejó todo, como quien dice, para convertirse en escritor y lo logró, joder, lo logró, y eso es más de lo que se puede decir de mí.

Al menos por el momento...

jueves, 28 de febrero de 2013

When Paul met John

Aquí y Ahora. Cartas. 2008 – 2011
Paul Auster & J. M. Coetzee
Anagrama / Mondadori
263 páginas.

Según parece, tras una copiosa cena en los salones de un restaurante de lujo londinense, los escritores John Maxwell Coetzee y Paul Auster prolongaban la sobremesa debatiendo algunos detalles sin importancia que no habían podido terminar de dilucidar en las cartas que se estuvieron enviando durante varios años, cartas que se han recogido ahora en un solo volumen que ha sido editado conjuntamente por Anagrama y Mondadori y que (¿no?) tienen desperdicio.

Aparte de discutir sobre cualquier asunto sin demasiada relevancia, Coetzee y Auster, escritores reconocidísimos y supervalorados, logran llevar al lector a una conclusión magnífica por su utilidad y trascendencia: Las opiniones de un escritor siempre son menos importantes que sus libros, siempre y cuando sus libros sean importantes. Aún a riesgo de equivocarme, conjeturo que el 90% de los libros escritos por el sudafricano (Coetzee) lo son, mientras que sólo un 10% de los libros escritos por el americano (Auster) llegan a serlo. Quizá por este motivo, cuando la sobremesa estaba decayendo, John le hizo a su amigo Paul una última pregunta que todavía quedaba por responder, y lo hizo a bocajarro, antes de que su amigo se quedara dormido después de haber bostezado varias veces sin disimulo. 

John.
Entonces, Paul, ¿qué es para ti la literatura? ¿Es un antídoto, es una válvula de escape, es una manera de adquirir conocimientos, de vivir otras vidas, de olvidar, de recordar, de fantasear, es una purga, es una expiación, es una lucha contra el tiempo que nos consume día a día, es una manera de cambiar el mundo, es un simple divertimento, es una soberana gilipollez, es una manía como cualquier otra, es un aburrimiento, es un antídoto contra las drogas, es una droga, es una causa de la soledad, es una consecuencia de la soledad, es una alternativa a la prostitución, es una salvación, es una condena, es una poetización de la nada, es una metáfora de la evolución humana, es una discusión con nosotros mismos, es una manera de relacionarse con personas que jamás conoceremos, es una pose intelectual, es una conversación con seres más inteligentes que nosotros, es un soberbio acto de esnobismo, es una degradación de la realidad, es una exaltación de la realidad, es una mistificación de la realidad, es una realidad, es la única jodida realidad por la que vale la pena seguir viviendo en este mundo cruel?  Dime, Paul, ¿qué cojones es la literatura? ¡Vamos, di algo, y deja de bostezar!

Paul.
Es una forma de ganar dinero que implica grandes dosis de manipulación, proselitismo y arrogancia.   

John.
No esperaba menos de ti, Paul, y lo digo como un cumplido.

Paul.
Lo sé, John, lo sé. ¿Pedimos la cuenta?

John.
Ya he pagado yo.

Paul.
¿Cómo? ¿Otra vez? ¿Y se puede saber cuándo lo has hecho?

John.
Mientras firmabas servilletas y tarjetas de visita a los camareros.

Paul.
Es verdad. Adoro a mis lectores. Me moriría antes que decepcionarlos.

John.
¿Por eso todos tus libros se parecen sospechosamente?

Paul.
Salgamos a la calle, John. Puede que nuestra vida cambie de pronto al torcer una esquina.

John.
Sobre todo si no miras antes de cruzar.


Ambos escritores se echaron sus bufandas al cuello y se despidieron uno por uno de todos los trabajadores del restaurante. Una vez en la calle empezaron a caminar despacio, porque acababan de terminar de comer y porque además ya tienen una edad considerable como para andar trotando, y lentamente se fueron sumiendo en profundos pensamientos hasta que llegaron a Hyde Park y se sentaron en un banco aprovechando los últimos rayos de sol de la tarde y suspiraron, primero John, después Paul, y cuando la noche se instaló en sus retinas sintieron que toda su vida no era más que una monumental farsa, aunque no por ello se sintieron menos dichosos, y sin darse cuenta sus manos se fueron moviendo en la oscuridad hasta que se encontraron en un punto misterioso del universo. Entonces se palparon y luego se agarraron la una a la otra y así, trenzados, somnolientos y meditabundos, Paul y John posaron juntos para entrar a formar parte de ese estúpido, ridículo y anhelado invento llamado posteridad.

jueves, 21 de febrero de 2013

El hombre que hablaba de Bryce Echenique

Dándole pena a la tristeza
Alfredo Bryce Echenique
Anagrama. 273 páginas


Me enteré de una trágica y maravillosa revelación literaria tomando un café que me costó un euro con veinte céntimos en una terraza de un pueblo de Cádiz. En realidad no me enteré precisamente en ese momento, pero ahí fue cuando empezó a tomar forma, cuando empezó a desvelarse frente a mí, y a partir de entonces supe que debía hacer cualquier cosa para descubrirla del todo. Era verano. Me había levantado tarde y había encendido el ordenador. Estaba escribiendo una novela que aún hoy, cinco años después, no he logrado terminar. La mujer con la que vivía entonces, quien amablemente había aceptado alojarme en su casa, llegó del trabajo pasado el mediodía y, sin saber muy bien por qué, empezamos a discutir. Salí a la calle para rehuir el enfrentamiento y me resguardé del sol en una terraza. Eran las dos de la tarde, hacía mucho calor y yo no tenía nada que hacer. A ratos miraba el mar, un mar terriblemente estancado; a ratos leía La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique; a ratos simplemente dejaba que la vida pasara por delante de mí como quien ve pasar un tren: con sistemática melancolía hacia lo que le depara su destino. A ratos fui feliz. A ratos, por supuesto, no lo fui en absoluto.

En aquella terraza, mirando el mar y leyendo y dejando la vida pasar, empecé a ser consciente de que mi vida no era ni mucho menos tan interesante como yo había imaginado; no era, por ejemplo, ni la mitad de interesante que la vida exagerada de Martín Romaña. Mi primera reacción fue de consternación. La segunda, en cambio, fue de agradecimiento hacia el señor Bryce Echenique y hacia los escritores que tienen vidas interesantes o que saben hacer que su vida parezca interesante y por lo tanto consiguen que nuestra vida sea también interesante, emocionante, conmovedora e infinitamente más divertida que cualquier cosa que pudiera ocurrir en aquel pueblo de Cádiz a lo largo de ese verano. A pesar de esta certeza iluminadora, durante el tiempo que estuve allí yo me resistí a la evidencia y día tras día seguí escribiendo un diario, no así la novela, el triste y anodino y reflexivo y también exagerado diario de un escritor que ahora, años después, resulta paradójicamente interesante. ¿Por qué si no una pequeña editorial se ha mostrado interesada en publicarlo?

El respeto y la admiración hacia el señor Bryce Echenique no me impidieron empezar a vislumbrar la trágica y maravillosa revelación literaria que sólo ahora, mucho tiempo después, he comprendido del todo. Mientras estaba sentado en esa terraza, mirando el mar y leyendo y etcétera, comencé a sentir el peso de la tradición, el peso de todos los libros y de todas las literaturas y de todos los hombres y mujeres que habían escrito antes que yo obras magníficas y reveladoras y eternas, muchas de las cuales yo no había leído todavía y algunas más que posiblemente no vaya a leer jamás. Ese peso, muy leve al principio, fue creciendo hasta hacerse insoportable, como la culpa por traicionar a un amigo, como el sentimiento de fracaso, como el pecado capital. ¿Cómo podía yo convertirme en un gran escritor si no había leído esos libros (y a lo mejor no los leía nunca) y además bebía demasiado (sin sacar nada de provecho con ello) y mi estilo narrativo imitaba el estilo de los escritores que admiraba (como el del propio Bryce Echenique) y mi memoria retenía detalles sin importancia (como el precio del café) pero olvidaba las lecciones vitales (como reponerse ante la adversidad) y tampoco era perseverante (más de cinco años para escribir una novela de menos de 200 páginas) y no era demasiado valiente (huía de los problemas) y además no tenía amigos que me pudieran dar consejos o pistas o al menos presentarme a editores y escritores que sí lo hicieran (porque había ido a Cádiz completamente solo) y para colmo de males había logrado enfadarme con la mujer que me alojaba en su casa (y que fue la única persona que me aguantó durante aquel desesperante verano)? 

Alfredo Bryce Echenique tiene ahora más de 70 años y ha publicado en Anagrama una nueva novela, Dándole pena a la tristeza, un libro que apenas ha logrado interesarme. Hace unos días volví a ver a la mujer que me alojó en Cádiz. Desde que me marché de allí fueron pasando cosas, cosas que hicimos nosotros y otras cosas que escapaban a nuestro control y que nos llevaron a separarnos igual que antes nos habían juntado. No hablamos mucho de aquello. En realidad no hablamos mucho de nada. Antes de irse ella, esta vez de mi casa, le regalé un ejemplar de La vida exagerada de Martín Romaña, el ejemplar que yo leía aquella tarde en una terraza de un pueblo de Cádiz mientras tomaba un café por un euro con veinte céntimos y empezaba a vislumbrar una trágica y maravillosa revelación literaria que sólo ahora, cuando me enfrento a la duda sobre si publicar el diario escrito durante aquel verano, he terminado de entender en toda su magnitud, y es que la literatura no es una materia objetiva ni inmutable, que la literatura está viva, crece, muta, funda linajes y tronos y derriba reyes y reinados, que cualquier escritor puede resultar interesante un día y mortalmente aburrido esa misma noche, y que la literatura es un juego muy serio, posiblemente el más serio de todos, y también, desde luego, el más imprevisible, el más desesperante y el más burlón.   

Conclusión: ¿Por qué seguimos escribiendo y leyendo cuando hay tantas mujeres solas caminando por la calle y tantos hombres solos buscando pareja por Internet? Bryce Echenique lo expresó así en la dedicatoria que precede al libro que le entregué a la mujer de Cádiz (y que no era Octavia): A Silvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más.

¿Qué haremos si al final de todo descubrimos que la literatura se reduce a eso?



martes, 22 de enero de 2013

Lo que sé de Patricio

La vida interior de las plantas de interior
Patricio Pron
Mondadori. 140 páginas

Para empezar, una aclaración: en realidad no sé nada de Patricio Pron. Este ejercicio narrativo constituye así pues una auténtica osadía por mi parte la cual desearía que no se tuviera demasiado en cuenta por el lector, pero, sobre todo, por el propio Patricio Pron, de quien no sé nada en absoluto y tal vez sea mejor así.

Pero digamos que sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que Patricio es un escritor argentino y que como tal admira la obra de Jorge Luis Borges considerándola al mismo tiempo una solución y un problema. También sé que Patricio es el autor de unos cuantos relatos memorables y de otras tantas novelas y que por lo tanto es un gran escritor. Sé, además, que su devoción por la literatura es compleja, que su pasión por la lectura y el juicio crítico que de ella se deriva es inconmovible, y que su compromiso con la escritura y con los lectores es constante y auténtico. Sé que posee una actitud creativa polimorfa y estimulante, que combina con acierto y elegancia diversidad de técnicas formales y recursos estrictamente narrativos, que su cultura literaria es amplia y heterogénea lo cual enriquece su obra y la vuelve más atractiva si cabe, sé que está dotado de un estilo propio e inconfundible aunque aquí y allá se dejen ver influencias, apropiaciones reflexivas y respeto por la obra de otros grandes escritores. Y sé, para zanjar esta deriva cognitiva, que Patricio fue amigo de Bolaño y que el chileno fue un entusiasta de su obra cuando nadie lo era, ni siquiera el propio Patricio, y que conocer a Bolaño, aun habiendo sido una experiencia intensa y feliz, no le hizo acreedor de ninguna verdad sobre él que no nos pueda ser revelada a los demás a través de la lectura de sus libros.

La enumeración de saberes anteriores, para qué negarlo, obedece en verdad a dos motivos. El primero, evidente, es que soy un fervoroso admirador de los libros suyos que he podido leer hasta ahora: Una puta mierda (2007), El comienzo de la primavera (2008), El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), y La vida interior de las plantas de interior (2013); lo cual me lleva a pensar que soy un buen conocer de al menos la última parte de su obra. El segundo motivo concierne a mi labor como periodista, gracias a la cual he tenido la oportunidad de entrevistar a Patricio Pron en tres ocasiones, dos de ellas vía mail y una en persona, la última, ocurrida hace pocos días en una librería-bar de Madrid (Tipos infames) y mediante la cual tuve conocimiento de su compleja y enriquecedora visión de la literatura, lo verdaderamente relevante para el caso, así como de algunos acontecimientos de mayor o menor importancia en su vida, que yo tendía a considerar relevantes hasta que él mismo se apresuró a negarlo poniendo como ejemplo el caso de su relación con Bolaño y otros encuentros personales del todo infructuosos entre escritores.    

Lo que no sabía de Patricio, y ahora sí sé, es que estaba en posesión de unas cuantas certezas, algunas incluso demasiado obvias, que dejaban en evidencia otras tantas presunciones que creía tener yo. Sin extenderme en la cuestión, me gustaría dejar constancia de ellas para que puedan servir a otros escritores, pero sobre todo para que no las olvide yo. Lo que sigue a continuación es una transcripción abreviada de los postulados de Patricio, que él explicó con profusión y deleite durante las casi dos horas que duró la entrevista.

1. Que un escritor debe por fuerza escribir, a ser posible día y noche, existan o no sus lectores, y que cuando estos existan deberá hacerlo aún con mayor responsabilidad.

2. Que un escritor puede elegir entre explorar nuevos caminos y renovarse con cada libro para aumentar el número de posibilidades, o bien dedicarse a escribir una y otra vez el mismo libro y que esa vía también arroja resultados interesantes.

3. Que un escritor puede decidir controlar y agotar los efectos de su narrativa, o bien permitir que ésta establezca lazos insospechados y que escapan a la voluntad del autor generando con ello nuevas reflexiones con cada nueva lectura.

4. Que toda escritura, como sabía Borges, es autobiográfica, no sólo en relación a los hechos sino en tanto en cuanto ha formado parte de la vida del escritor.

5. Que los premios literarios son el producto de una lógica viciada porque es un sinsentido decidir entre dos textos de gran calidad pero pertenecientes a géneros distintos cuál de ellos es mejor; aunque su existencia es necesaria porque descubren a nuevos a autores, como Julián Herbert, o como fue su caso tras ganar el Premio Jaén.

6. Que la finalidad de la crítica literaria consiste en poner en duda nuestro propio juicio crítico haciéndolo más complejo y devolviéndonos una visión renovada de la literatura que enriquezca la discusión sobre libros en la sociedad.

7. Que en España tenemos una abierta propensión a juzgar a los autores y no a sus libros (sic), y que la antipatía o amistad con el autor debe quedar fuera del análisis de los textos (sic again).

8. Que la literatura no debe juzgarse desde un punto de vista moral porque entonces nos perderíamos grandes obras como El viaje al fin de la noche o La montaña mágica por los defectos morales de sus autores, e incluso muchas de las escritas por los cándidos escritores actuales.

9. Que el impulso de la escritura puede nacer de la falsa ilusión de que los libros que leemos hubieran sido mejores si los hubiéramos escrito nosotros, y que eso es culpa de nuestras falencias como lectores, que serán subsanadas con el tiempo mediante la lectura de más y mejores libros.

10. Que en demasiadas ocasiones un escritor está tan implicado emocionalmente en su propia obra que le resulta difícil decir algo objetivo sobre ella y que por ese motivo los escritores son los peores críticos de sus obras y que no deberíamos preguntarles sobre ellas.

11. Que cualquier escritor, sea profesional o aspirante, se encuentra en el mismo lugar a la hora de comenzar un libro, y que la diferencia entre ambos estriba en que escribir más libros posibilita descubrir más errores y escribir más horas permite llegar a ser mejor.

12. Que un escritor joven como él que en su día recibió ánimos, consejos y ayuda literaria de otros escritores debe ser honesto con ese legado y ofrecer a los escritores que vienen detrás ánimos, consejos y ayuda.

13. Que la verdadera enseñanza de un escritor está en sus libros y no en su personalidad o en sus vivencias, lo cual forma parte de la mitomanía o morbosidad, que por otro lado resulta inevitable, y que la resolución de algunos misterios literarios siempre es menos interesante que el misterio propiamente dicho.

14. Que Cheever tenía razón al decir que la literatura podía salvar el mundo pero que probablemente se refería al mundo interior, ya que amplía el repertorio de posibilidades y nos lleva a preguntarnos acerca de nosotros mismos y nuestras condiciones de vida.

Y 15. Que la lectura, y por tanto la literatura, es una especie de religión laica que exige mucho pero garantiza a cambio una forma de salvación, o al menos un consuelo, y que tal vez ésa es la razón por la que no podamos dejar nunca de leer, de escribir y por tanto de amar la literatura. 

Si alguna vez supe o pensé otra cosa diferente acerca de estas cuestiones, me veo obligado a desmentirme y corroborar sin ambages lo expuesto por Patricio Pron. Para bien o para mal soy un escritor francamente influenciable. Son muchas las horas que dedico a la escritura y a la lectura pero sé que no son suficientes, que están muy lejos de las 20.000 horas de trabajo que según algunas estadísticas que me refirió Patricio son necesarias para crear una obra maestra, sé que debo perseverar, que debo ser honesto y dejar de lado la presuntuosidad, la vanidad y la estúpida gloria ínfima que reporta escribir un solo párrafo logrado, una metáfora válida, una imagen duradera. Sentado enfrente de Patricio Pron, en la planta baja de la librería Tipos infames cuyo techo es de cristal y permite ver lo que sucede arriba desde una óptica agobiante y extraña, me sentí un escritor afortunado por asistir a una muestra palpable de entusiasmo y goce literario, pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar que mi vida entera era una pérdida de tiempo porque la literatura en realidad no significa nada y sería mejor que hubiera dedicado todo ese tiempo a aprender aeronáutica o medicina preventiva pero en lugar de eso había escogido encerrarme con Patricio en un acuario de yeso para hablar de cosas abstractas y perturbables como lo es la literatura mientras encima de nosotros la gente nos recordaba con sus pisadas que la vida seguía y que la vida era indiferente a nuestra posición subterránea en la que podíamos sentir el peso de los libros y de todas aquellas cosas más importantes que nosotros porque los dos estábamos solos y allí dentro hacía frío y el tiempo seguía su curso, lo supe porque la grabadora se quedó sin pilas y algunas palabras de Patricio se perdieron en el agua y entonces cambié las pilas y luego seguimos la conversación y Patricio terminó su agua con gas y mordió el limón y yo apuré una cerveza Alhambra y lenta pero irremediablemente llegó el momento de salir al exterior porque llevábamos casi dos horas ahí adentro y estábamos entumecidos así que subimos a la superficie, cogimos aire, y una vez afuera descubrimos con terror que nada había cambiado.

Entonces nos acercamos a la barra y Patricio quiso pagar pero yo por supuesto me negué y le dije que a cambio me firmara el ejemplar que yo tenía de su libro, La vida de interior de las plantas de interior, donde todos los personajes que aparecen están encerrados en sí mismos, sin poder abrirse a la vida, actrices y actores porno, amantes, niños, animales y escritores, bastantes escritores que sueñan el gran juego de la literatura de maneras distintas y contradictorias, enfermizas y deleitables, pero todos ellos al borde de la desesperación, al filo del abismo, como había vivido Patricio y como algunas veces había vivido yo, porque así es como tiene que vivir un escritor su relación con la literatura, como si cada libro leído fuera el último antes de caer al vacío, como si cada línea escrita fuera su epitafio, así tiene que ser la literatura para aquellos que quieren encontrar en ella verdad y significado antes de que su ejercicio se vuelva cómodo y rutinario y meramente mercantilista y cualquier otra cosa, salir a cenar, asistir a presentaciones, jugar con el gato, sea más importante que sentarse delante del ordenador y escribir, escribir durante toda la noche aunque en algún momento intuyan que tal vez la literatura no es más que una pérdida de tiempo y al instante lo nieguen, lo rechacen, se desesperen y se harten del mundo y de sí mismos y entonces, minutos antes del amanecer, salgan a pasear por la oscuridad dejándose atrapar por ella y por la convicción de que la literatura, en verdad, es lo único que puede salvar el mundo.

Eso es lo único que sé. 

viernes, 18 de enero de 2013

Cercas no tiene quien le escriba


Las leyes de la Frontera
Javier Cercas
Mondadori. 382 páginas

Cada vez tengo menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos 200 años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. Dicen los clasicistas que en las 37 tragedias griegas que han quedado de Sófocles, Eurípides y Esquilo está contenido el mundo. Algunos se atreven a decir que bastan La Ilíada y La odisea de Homero o unos cuantos Diálogos de Platón para entender al hombre, sus luchas y sus eternas dudas. Por supuesto, no hay que olvidar que posteriormente escribieron libros inmortales tipos como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, Proust, Kafka, Joyce y puede que alguno más. Muy bien. Y ¿todo esto para qué, si la novela más leída del 2012 ha sido Misión Olvido de una tal María Dueñas que no parece haber comprendido ni asimilado nada de lo acontecido en esos monumentos imperecederos del pasado?    

Ser escritor es un destino pobre para un hombre (y para una mujer). Entre la solemnidad y el ridículo uno se pasa la vida interpretando papeles que no acaba de entender. Son muchos, casi innumerables y no siempre excluyentes, así que uno se puede entretener de lo lindo jugando a ser el erudito, el académico, el autodidacta, el descarriado, el bohemio, el maldito, el plagiador, el plagiarista (que se parece al plagiador pero no es para nada lo mismo), el virtuoso, el insolente, el chupatintas, el lameculos, el simple contador de cuentos, el cuentacuentos (que se parece al contador de cuentos pero tampoco son lo mismo), el iluminado, el riguroso, el profesional, el sensacionalista, el escrutador de la realidad, el artista del hambre, el manipulador de las mentes, el domador de las emociones, el instigador de las masas, el ladrón de lágrimas, el buscador de tesoros, el arqueólogo de los textos, el luchador del lenguaje, el exégeta, el místico, el pornográfico, el payaso, el defensor de las causas perdidas, el valuarte de la excelencia, el inventor de palabras, el caballero de las letras, el adalid del exabrupto, el fanfarrón, el chistoso, el bufón de la corte (que se parece al chistoso pero…), el soñador, el activista, el pecador y el redentor de la humanidad. (Pido disculpas si algún escritor no se ha visto reflejado en esta somera enumeración, y le ruego me comunique qué papel me he olvidado.)

No me atrevo a decir qué papel juega en toda esta historia el escritor Javier Cercas. Desde que empecé a leer su obra me convertí en un ferviente admirador suyo. Luego, consecuencia ineludible, fui un vulgar imitador de su estilo. Más tarde me convertí en un experto en sus constantes narrativas y después, otra consecuencia ineludible, empecé a aburrirme de ellas. En algún momento del pasado sentí lástima por mí y por él y por los libros que había escrito él y por los libros que tenía pensado escribir yo y que probablemente no escribiría nunca; y entonces llegó el aciago día en que leí su última novela, Las leyes de la frontera, y de nuevo, de manera ineludible, sólo quedó una total y absoluta indiferencia, lo cual, lo estoy notando ahora, me produce una ineludible y paradójica tristeza.

Hagamos un resumen de mi relación de amistad con Javier. Su primer libro, El móvil, me pareció un ejercicio narrativo sencillo pero valioso. El inquilino me hizo pensar en las mejores posibilidades de la autoficción. El vientre de la ballena me dejó confuso. Soldados de Salamina me hizo creer definitivamente en la autoficción y en la capacidad para convertir la historia en algo hermoso pero del todo inane. Los Relatos reales le dieron la vuelta a esta idea convirtiendo la realidad más prosaica en artefactos inteligentes de ficción. La velocidad de la luz logró conmoverme al tiempo que instauró una barrera incómoda entre nosotros. La lectura de las diferentes recopilaciones de sus artículos y reportajes me granjeó nuevamente su amistad y cercanía y tuvimos lo que se llama una segunda oportunidad. Sin embargo, su tendencioso acercamiento al golpe de estado de Tejero en Anatomía de un instante me volvió a hacer dudar de sus condiciones y estrategias narrativas, hasta que llegó el día (aciago día) en que leí Las leyes de la frontera y decidí que nuestra relación se había acabado y que Javier me había dado todo lo que podía ofrecerme cuando yo era un escritor joven, inexperto y desamparado y necesitaba un padre, un valedor y en definitiva un amigo, pero que era indudable que había llegado el momento de separarnos porque yo ya no era un escritor tan joven ni tan inexperto aunque sí igual de desamparado y lo único que quedaba entre nosotros era el recuerdo melancólico de una bonita amistad y el rechazo que genera la mutua incomprensión.    

Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta (lo cual no le impidió entregar alguno de ellos). Siento decir que Las leyes de la frontera lo puede llegar a ser. La pregunta inevitable que me hago es la siguiente: ¿alguno de los libros que yo planeo escribir o que ya he escrito podrán escapar a este pobre destino? Sea afirmativa o negativa esta respuesta, ¿quién lo habrá decidido? El libro de Cercas, sin ir más lejos, ha sido seleccionado como uno de los diez mejores del pasado año por críticos respetados y respetables. Por supuesto, para mí no está ni entre los 100 mejores. Pero ¿quién soy yo para emitir semejante juicio? Bueno, digamos que sólo soy un antiguo amigo que le echa de menos y quizá, sin darme cuenta, me haya dejado llevar por el resentimiento de la pérdida y por la nostalgia de lo que fuimos y que ya nunca seremos. Aunque éste sea el último dolor que Javier me causa, y ésta sea la última carta que yo le escribo.