martes, 22 de enero de 2013

Lo que sé de Patricio

La vida interior de las plantas de interior
Patricio Pron
Mondadori. 140 páginas

Para empezar, una aclaración: en realidad no sé nada de Patricio Pron. Este ejercicio narrativo constituye así pues una auténtica osadía por mi parte la cual desearía que no se tuviera demasiado en cuenta por el lector, pero, sobre todo, por el propio Patricio Pron, de quien no sé nada en absoluto y tal vez sea mejor así.

Pero digamos que sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que Patricio es un escritor argentino y que como tal admira la obra de Jorge Luis Borges considerándola al mismo tiempo una solución y un problema. También sé que Patricio es el autor de unos cuantos relatos memorables y de otras tantas novelas y que por lo tanto es un gran escritor. Sé, además, que su devoción por la literatura es compleja, que su pasión por la lectura y el juicio crítico que de ella se deriva es inconmovible, y que su compromiso con la escritura y con los lectores es constante y auténtico. Sé que posee una actitud creativa polimorfa y estimulante, que combina con acierto y elegancia diversidad de técnicas formales y recursos estrictamente narrativos, que su cultura literaria es amplia y heterogénea lo cual enriquece su obra y la vuelve más atractiva si cabe, sé que está dotado de un estilo propio e inconfundible aunque aquí y allá se dejen ver influencias, apropiaciones reflexivas y respeto por la obra de otros grandes escritores. Y sé, para zanjar esta deriva cognitiva, que Patricio fue amigo de Bolaño y que el chileno fue un entusiasta de su obra cuando nadie lo era, ni siquiera el propio Patricio, y que conocer a Bolaño, aun habiendo sido una experiencia intensa y feliz, no le hizo acreedor de ninguna verdad sobre él que no nos pueda ser revelada a los demás a través de la lectura de sus libros.

La enumeración de saberes anteriores, para qué negarlo, obedece en verdad a dos motivos. El primero, evidente, es que soy un fervoroso admirador de los libros suyos que he podido leer hasta ahora: Una puta mierda (2007), El comienzo de la primavera (2008), El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), y La vida interior de las plantas de interior (2013); lo cual me lleva a pensar que soy un buen conocer de al menos la última parte de su obra. El segundo motivo concierne a mi labor como periodista, gracias a la cual he tenido la oportunidad de entrevistar a Patricio Pron en tres ocasiones, dos de ellas vía mail y una en persona, la última, ocurrida hace pocos días en una librería-bar de Madrid (Tipos infames) y mediante la cual tuve conocimiento de su compleja y enriquecedora visión de la literatura, lo verdaderamente relevante para el caso, así como de algunos acontecimientos de mayor o menor importancia en su vida, que yo tendía a considerar relevantes hasta que él mismo se apresuró a negarlo poniendo como ejemplo el caso de su relación con Bolaño y otros encuentros personales del todo infructuosos entre escritores.    

Lo que no sabía de Patricio, y ahora sí sé, es que estaba en posesión de unas cuantas certezas, algunas incluso demasiado obvias, que dejaban en evidencia otras tantas presunciones que creía tener yo. Sin extenderme en la cuestión, me gustaría dejar constancia de ellas para que puedan servir a otros escritores, pero sobre todo para que no las olvide yo. Lo que sigue a continuación es una transcripción abreviada de los postulados de Patricio, que él explicó con profusión y deleite durante las casi dos horas que duró la entrevista.

1. Que un escritor debe por fuerza escribir, a ser posible día y noche, existan o no sus lectores, y que cuando estos existan deberá hacerlo aún con mayor responsabilidad.

2. Que un escritor puede elegir entre explorar nuevos caminos y renovarse con cada libro para aumentar el número de posibilidades, o bien dedicarse a escribir una y otra vez el mismo libro y que esa vía también arroja resultados interesantes.

3. Que un escritor puede decidir controlar y agotar los efectos de su narrativa, o bien permitir que ésta establezca lazos insospechados y que escapan a la voluntad del autor generando con ello nuevas reflexiones con cada nueva lectura.

4. Que toda escritura, como sabía Borges, es autobiográfica, no sólo en relación a los hechos sino en tanto en cuanto ha formado parte de la vida del escritor.

5. Que los premios literarios son el producto de una lógica viciada porque es un sinsentido decidir entre dos textos de gran calidad pero pertenecientes a géneros distintos cuál de ellos es mejor; aunque su existencia es necesaria porque descubren a nuevos a autores, como Julián Herbert, o como fue su caso tras ganar el Premio Jaén.

6. Que la finalidad de la crítica literaria consiste en poner en duda nuestro propio juicio crítico haciéndolo más complejo y devolviéndonos una visión renovada de la literatura que enriquezca la discusión sobre libros en la sociedad.

7. Que en España tenemos una abierta propensión a juzgar a los autores y no a sus libros (sic), y que la antipatía o amistad con el autor debe quedar fuera del análisis de los textos (sic again).

8. Que la literatura no debe juzgarse desde un punto de vista moral porque entonces nos perderíamos grandes obras como El viaje al fin de la noche o La montaña mágica por los defectos morales de sus autores, e incluso muchas de las escritas por los cándidos escritores actuales.

9. Que el impulso de la escritura puede nacer de la falsa ilusión de que los libros que leemos hubieran sido mejores si los hubiéramos escrito nosotros, y que eso es culpa de nuestras falencias como lectores, que serán subsanadas con el tiempo mediante la lectura de más y mejores libros.

10. Que en demasiadas ocasiones un escritor está tan implicado emocionalmente en su propia obra que le resulta difícil decir algo objetivo sobre ella y que por ese motivo los escritores son los peores críticos de sus obras y que no deberíamos preguntarles sobre ellas.

11. Que cualquier escritor, sea profesional o aspirante, se encuentra en el mismo lugar a la hora de comenzar un libro, y que la diferencia entre ambos estriba en que escribir más libros posibilita descubrir más errores y escribir más horas permite llegar a ser mejor.

12. Que un escritor joven como él que en su día recibió ánimos, consejos y ayuda literaria de otros escritores debe ser honesto con ese legado y ofrecer a los escritores que vienen detrás ánimos, consejos y ayuda.

13. Que la verdadera enseñanza de un escritor está en sus libros y no en su personalidad o en sus vivencias, lo cual forma parte de la mitomanía o morbosidad, que por otro lado resulta inevitable, y que la resolución de algunos misterios literarios siempre es menos interesante que el misterio propiamente dicho.

14. Que Cheever tenía razón al decir que la literatura podía salvar el mundo pero que probablemente se refería al mundo interior, ya que amplía el repertorio de posibilidades y nos lleva a preguntarnos acerca de nosotros mismos y nuestras condiciones de vida.

Y 15. Que la lectura, y por tanto la literatura, es una especie de religión laica que exige mucho pero garantiza a cambio una forma de salvación, o al menos un consuelo, y que tal vez ésa es la razón por la que no podamos dejar nunca de leer, de escribir y por tanto de amar la literatura. 

Si alguna vez supe o pensé otra cosa diferente acerca de estas cuestiones, me veo obligado a desmentirme y corroborar sin ambages lo expuesto por Patricio Pron. Para bien o para mal soy un escritor francamente influenciable. Son muchas las horas que dedico a la escritura y a la lectura pero sé que no son suficientes, que están muy lejos de las 20.000 horas de trabajo que según algunas estadísticas que me refirió Patricio son necesarias para crear una obra maestra, sé que debo perseverar, que debo ser honesto y dejar de lado la presuntuosidad, la vanidad y la estúpida gloria ínfima que reporta escribir un solo párrafo logrado, una metáfora válida, una imagen duradera. Sentado enfrente de Patricio Pron, en la planta baja de la librería Tipos infames cuyo techo es de cristal y permite ver lo que sucede arriba desde una óptica agobiante y extraña, me sentí un escritor afortunado por asistir a una muestra palpable de entusiasmo y goce literario, pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar que mi vida entera era una pérdida de tiempo porque la literatura en realidad no significa nada y sería mejor que hubiera dedicado todo ese tiempo a aprender aeronáutica o medicina preventiva pero en lugar de eso había escogido encerrarme con Patricio en un acuario de yeso para hablar de cosas abstractas y perturbables como lo es la literatura mientras encima de nosotros la gente nos recordaba con sus pisadas que la vida seguía y que la vida era indiferente a nuestra posición subterránea en la que podíamos sentir el peso de los libros y de todas aquellas cosas más importantes que nosotros porque los dos estábamos solos y allí dentro hacía frío y el tiempo seguía su curso, lo supe porque la grabadora se quedó sin pilas y algunas palabras de Patricio se perdieron en el agua y entonces cambié las pilas y luego seguimos la conversación y Patricio terminó su agua con gas y mordió el limón y yo apuré una cerveza Alhambra y lenta pero irremediablemente llegó el momento de salir al exterior porque llevábamos casi dos horas ahí adentro y estábamos entumecidos así que subimos a la superficie, cogimos aire, y una vez afuera descubrimos con terror que nada había cambiado.

Entonces nos acercamos a la barra y Patricio quiso pagar pero yo por supuesto me negué y le dije que a cambio me firmara el ejemplar que yo tenía de su libro, La vida de interior de las plantas de interior, donde todos los personajes que aparecen están encerrados en sí mismos, sin poder abrirse a la vida, actrices y actores porno, amantes, niños, animales y escritores, bastantes escritores que sueñan el gran juego de la literatura de maneras distintas y contradictorias, enfermizas y deleitables, pero todos ellos al borde de la desesperación, al filo del abismo, como había vivido Patricio y como algunas veces había vivido yo, porque así es como tiene que vivir un escritor su relación con la literatura, como si cada libro leído fuera el último antes de caer al vacío, como si cada línea escrita fuera su epitafio, así tiene que ser la literatura para aquellos que quieren encontrar en ella verdad y significado antes de que su ejercicio se vuelva cómodo y rutinario y meramente mercantilista y cualquier otra cosa, salir a cenar, asistir a presentaciones, jugar con el gato, sea más importante que sentarse delante del ordenador y escribir, escribir durante toda la noche aunque en algún momento intuyan que tal vez la literatura no es más que una pérdida de tiempo y al instante lo nieguen, lo rechacen, se desesperen y se harten del mundo y de sí mismos y entonces, minutos antes del amanecer, salgan a pasear por la oscuridad dejándose atrapar por ella y por la convicción de que la literatura, en verdad, es lo único que puede salvar el mundo.

Eso es lo único que sé. 

viernes, 18 de enero de 2013

Cercas no tiene quien le escriba


Las leyes de la Frontera
Javier Cercas
Mondadori. 382 páginas

Cada vez tengo menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos 200 años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. Dicen los clasicistas que en las 37 tragedias griegas que han quedado de Sófocles, Eurípides y Esquilo está contenido el mundo. Algunos se atreven a decir que bastan La Ilíada y La odisea de Homero o unos cuantos Diálogos de Platón para entender al hombre, sus luchas y sus eternas dudas. Por supuesto, no hay que olvidar que posteriormente escribieron libros inmortales tipos como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Dostoievski, Proust, Kafka, Joyce y puede que alguno más. Muy bien. Y ¿todo esto para qué, si la novela más leída del 2012 ha sido Misión Olvido de una tal María Dueñas que no parece haber comprendido ni asimilado nada de lo acontecido en esos monumentos imperecederos del pasado?    

Ser escritor es un destino pobre para un hombre (y para una mujer). Entre la solemnidad y el ridículo uno se pasa la vida interpretando papeles que no acaba de entender. Son muchos, casi innumerables y no siempre excluyentes, así que uno se puede entretener de lo lindo jugando a ser el erudito, el académico, el autodidacta, el descarriado, el bohemio, el maldito, el plagiador, el plagiarista (que se parece al plagiador pero no es para nada lo mismo), el virtuoso, el insolente, el chupatintas, el lameculos, el simple contador de cuentos, el cuentacuentos (que se parece al contador de cuentos pero tampoco son lo mismo), el iluminado, el riguroso, el profesional, el sensacionalista, el escrutador de la realidad, el artista del hambre, el manipulador de las mentes, el domador de las emociones, el instigador de las masas, el ladrón de lágrimas, el buscador de tesoros, el arqueólogo de los textos, el luchador del lenguaje, el exégeta, el místico, el pornográfico, el payaso, el defensor de las causas perdidas, el valuarte de la excelencia, el inventor de palabras, el caballero de las letras, el adalid del exabrupto, el fanfarrón, el chistoso, el bufón de la corte (que se parece al chistoso pero…), el soñador, el activista, el pecador y el redentor de la humanidad. (Pido disculpas si algún escritor no se ha visto reflejado en esta somera enumeración, y le ruego me comunique qué papel me he olvidado.)

No me atrevo a decir qué papel juega en toda esta historia el escritor Javier Cercas. Desde que empecé a leer su obra me convertí en un ferviente admirador suyo. Luego, consecuencia ineludible, fui un vulgar imitador de su estilo. Más tarde me convertí en un experto en sus constantes narrativas y después, otra consecuencia ineludible, empecé a aburrirme de ellas. En algún momento del pasado sentí lástima por mí y por él y por los libros que había escrito él y por los libros que tenía pensado escribir yo y que probablemente no escribiría nunca; y entonces llegó el aciago día en que leí su última novela, Las leyes de la frontera, y de nuevo, de manera ineludible, sólo quedó una total y absoluta indiferencia, lo cual, lo estoy notando ahora, me produce una ineludible y paradójica tristeza.

Hagamos un resumen de mi relación de amistad con Javier. Su primer libro, El móvil, me pareció un ejercicio narrativo sencillo pero valioso. El inquilino me hizo pensar en las mejores posibilidades de la autoficción. El vientre de la ballena me dejó confuso. Soldados de Salamina me hizo creer definitivamente en la autoficción y en la capacidad para convertir la historia en algo hermoso pero del todo inane. Los Relatos reales le dieron la vuelta a esta idea convirtiendo la realidad más prosaica en artefactos inteligentes de ficción. La velocidad de la luz logró conmoverme al tiempo que instauró una barrera incómoda entre nosotros. La lectura de las diferentes recopilaciones de sus artículos y reportajes me granjeó nuevamente su amistad y cercanía y tuvimos lo que se llama una segunda oportunidad. Sin embargo, su tendencioso acercamiento al golpe de estado de Tejero en Anatomía de un instante me volvió a hacer dudar de sus condiciones y estrategias narrativas, hasta que llegó el día (aciago día) en que leí Las leyes de la frontera y decidí que nuestra relación se había acabado y que Javier me había dado todo lo que podía ofrecerme cuando yo era un escritor joven, inexperto y desamparado y necesitaba un padre, un valedor y en definitiva un amigo, pero que era indudable que había llegado el momento de separarnos porque yo ya no era un escritor tan joven ni tan inexperto aunque sí igual de desamparado y lo único que quedaba entre nosotros era el recuerdo melancólico de una bonita amistad y el rechazo que genera la mutua incomprensión.    

Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta (lo cual no le impidió entregar alguno de ellos). Siento decir que Las leyes de la frontera lo puede llegar a ser. La pregunta inevitable que me hago es la siguiente: ¿alguno de los libros que yo planeo escribir o que ya he escrito podrán escapar a este pobre destino? Sea afirmativa o negativa esta respuesta, ¿quién lo habrá decidido? El libro de Cercas, sin ir más lejos, ha sido seleccionado como uno de los diez mejores del pasado año por críticos respetados y respetables. Por supuesto, para mí no está ni entre los 100 mejores. Pero ¿quién soy yo para emitir semejante juicio? Bueno, digamos que sólo soy un antiguo amigo que le echa de menos y quizá, sin darme cuenta, me haya dejado llevar por el resentimiento de la pérdida y por la nostalgia de lo que fuimos y que ya nunca seremos. Aunque éste sea el último dolor que Javier me causa, y ésta sea la última carta que yo le escribo.