La vida interior de las plantas de interior
Patricio Pron
Mondadori. 140 páginas
Para empezar, una aclaración: en realidad no sé nada de Patricio Pron. Este ejercicio narrativo constituye así pues una auténtica osadía por mi parte la cual desearía que no se tuviera demasiado en cuenta por el lector, pero, sobre todo, por el propio Patricio Pron, de quien no sé nada en absoluto y tal vez sea mejor así.
Pero digamos que sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que Patricio es un escritor argentino y que como tal admira la obra de Jorge Luis Borges considerándola al mismo tiempo una solución y un problema. También sé que Patricio es el autor de unos cuantos relatos memorables y de otras tantas novelas y que por lo tanto es un gran escritor. Sé, además, que su devoción por la literatura es compleja, que su pasión por la lectura y el juicio crítico que de ella se deriva es inconmovible, y que su compromiso con la escritura y con los lectores es constante y auténtico. Sé que posee una actitud creativa polimorfa y estimulante, que combina con acierto y elegancia diversidad de técnicas formales y recursos estrictamente narrativos, que su cultura literaria es amplia y heterogénea lo cual enriquece su obra y la vuelve más atractiva si cabe, sé que está dotado de un estilo propio e inconfundible aunque aquí y allá se dejen ver influencias, apropiaciones reflexivas y respeto por la obra de otros grandes escritores. Y sé, para zanjar esta deriva cognitiva, que Patricio fue amigo de Bolaño y que el chileno fue un entusiasta de su obra cuando nadie lo era, ni siquiera el propio Patricio, y que conocer a Bolaño, aun habiendo sido una experiencia intensa y feliz, no le hizo acreedor de ninguna verdad sobre él que no nos pueda ser revelada a los demás a través de la lectura de sus libros.
Lo que no sabía de Patricio, y ahora sí sé, es que estaba en posesión de unas cuantas certezas, algunas incluso demasiado obvias, que dejaban en evidencia otras tantas presunciones que creía tener yo. Sin extenderme en la cuestión, me gustaría dejar constancia de ellas para que puedan servir a otros escritores, pero sobre todo para que no las olvide yo. Lo que sigue a continuación es una transcripción abreviada de los postulados de Patricio, que él explicó con profusión y deleite durante las casi dos horas que duró la entrevista.
1. Que un escritor debe por fuerza escribir, a ser posible día y noche, existan o no sus lectores, y que cuando estos existan deberá hacerlo aún con mayor responsabilidad.
2. Que un escritor puede elegir entre explorar nuevos caminos y renovarse con cada libro para aumentar el número de posibilidades, o bien dedicarse a escribir una y otra vez el mismo libro y que esa vía también arroja resultados interesantes.
3. Que un escritor puede decidir controlar y agotar los efectos de su narrativa, o bien permitir que ésta establezca lazos insospechados y que escapan a la voluntad del autor generando con ello nuevas reflexiones con cada nueva lectura.
4. Que toda escritura, como sabía Borges, es autobiográfica, no sólo en relación a los hechos sino en tanto en cuanto ha formado parte de la vida del escritor.
5. Que los premios literarios son el producto de una lógica viciada porque es un sinsentido decidir entre dos textos de gran calidad pero pertenecientes a géneros distintos cuál de ellos es mejor; aunque su existencia es necesaria porque descubren a nuevos a autores, como Julián Herbert, o como fue su caso tras ganar el Premio Jaén.
6. Que la finalidad de la crítica literaria consiste en poner en duda nuestro propio juicio crítico haciéndolo más complejo y devolviéndonos una visión renovada de la literatura que enriquezca la discusión sobre libros en la sociedad.
7. Que en España tenemos una abierta propensión a juzgar a los autores y no a sus libros (sic), y que la antipatía o amistad con el autor debe quedar fuera del análisis de los textos (sic again).
8. Que la literatura no debe juzgarse desde un punto de vista moral porque entonces nos perderíamos grandes obras como El viaje al fin de la noche o La montaña mágica por los defectos morales de sus autores, e incluso muchas de las escritas por los cándidos escritores actuales.
9. Que el impulso de la escritura puede nacer de la falsa ilusión de que los libros que leemos hubieran sido mejores si los hubiéramos escrito nosotros, y que eso es culpa de nuestras falencias como lectores, que serán subsanadas con el tiempo mediante la lectura de más y mejores libros.
10. Que en demasiadas ocasiones un escritor está tan implicado emocionalmente en su propia obra que le resulta difícil decir algo objetivo sobre ella y que por ese motivo los escritores son los peores críticos de sus obras y que no deberíamos preguntarles sobre ellas.
11. Que cualquier escritor, sea profesional o aspirante, se encuentra en el mismo lugar a la hora de comenzar un libro, y que la diferencia entre ambos estriba en que escribir más libros posibilita descubrir más errores y escribir más horas permite llegar a ser mejor.
12. Que un escritor joven como él que en su día recibió ánimos, consejos y ayuda literaria de otros escritores debe ser honesto con ese legado y ofrecer a los escritores que vienen detrás ánimos, consejos y ayuda.
13. Que la verdadera enseñanza de un escritor está en sus libros y no en su personalidad o en sus vivencias, lo cual forma parte de la mitomanía o morbosidad, que por otro lado resulta inevitable, y que la resolución de algunos misterios literarios siempre es menos interesante que el misterio propiamente dicho.
14. Que Cheever tenía razón al decir que la literatura podía salvar el mundo pero que probablemente se refería al mundo interior, ya que amplía el repertorio de posibilidades y nos lleva a preguntarnos acerca de nosotros mismos y nuestras condiciones de vida.
Y 15. Que la lectura, y por tanto la literatura, es una especie de religión laica que exige mucho pero garantiza a cambio una forma de salvación, o al menos un consuelo, y que tal vez ésa es la razón por la que no podamos dejar nunca de leer, de escribir y por tanto de amar la literatura.
Si alguna vez supe o pensé otra cosa diferente acerca de estas cuestiones, me veo obligado a desmentirme y corroborar sin ambages lo expuesto por Patricio Pron. Para bien o para mal soy un escritor francamente influenciable. Son muchas las horas que dedico a la escritura y a la lectura pero sé que no son suficientes, que están muy lejos de las 20.000 horas de trabajo que según algunas estadísticas que me refirió Patricio son necesarias para crear una obra maestra, sé que debo perseverar, que debo ser honesto y dejar de lado la presuntuosidad, la vanidad y la estúpida gloria ínfima que reporta escribir un solo párrafo logrado, una metáfora válida, una imagen duradera. Sentado enfrente de Patricio Pron, en la planta baja de la librería Tipos infames cuyo techo es de cristal y permite ver lo que sucede arriba desde una óptica agobiante y extraña, me sentí un escritor afortunado por asistir a una muestra palpable de entusiasmo y goce literario, pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar que mi vida entera era una pérdida de tiempo porque la literatura en realidad no significa nada y sería mejor que hubiera dedicado todo ese tiempo a aprender aeronáutica o medicina preventiva pero en lugar de eso había escogido encerrarme con Patricio en un acuario de yeso para hablar de cosas abstractas y perturbables como lo es la literatura mientras encima de nosotros la gente nos recordaba con sus pisadas que la vida seguía y que la vida era indiferente a nuestra posición subterránea en la que podíamos sentir el peso de los libros y de todas aquellas cosas más importantes que nosotros porque los dos estábamos solos y allí dentro hacía frío y el tiempo seguía su curso, lo supe porque la grabadora se quedó sin pilas y algunas palabras de Patricio se perdieron en el agua y entonces cambié las pilas y luego seguimos la conversación y Patricio terminó su agua con gas y mordió el limón y yo apuré una cerveza Alhambra y lenta pero irremediablemente llegó el momento de salir al exterior porque llevábamos casi dos horas ahí adentro y estábamos entumecidos así que subimos a la superficie, cogimos aire, y una vez afuera descubrimos con terror que nada había cambiado.
Eso es lo único que sé.