jueves, 21 de febrero de 2013

El hombre que hablaba de Bryce Echenique

Dándole pena a la tristeza
Alfredo Bryce Echenique
Anagrama. 273 páginas


Me enteré de una trágica y maravillosa revelación literaria tomando un café que me costó un euro con veinte céntimos en una terraza de un pueblo de Cádiz. En realidad no me enteré precisamente en ese momento, pero ahí fue cuando empezó a tomar forma, cuando empezó a desvelarse frente a mí, y a partir de entonces supe que debía hacer cualquier cosa para descubrirla del todo. Era verano. Me había levantado tarde y había encendido el ordenador. Estaba escribiendo una novela que aún hoy, cinco años después, no he logrado terminar. La mujer con la que vivía entonces, quien amablemente había aceptado alojarme en su casa, llegó del trabajo pasado el mediodía y, sin saber muy bien por qué, empezamos a discutir. Salí a la calle para rehuir el enfrentamiento y me resguardé del sol en una terraza. Eran las dos de la tarde, hacía mucho calor y yo no tenía nada que hacer. A ratos miraba el mar, un mar terriblemente estancado; a ratos leía La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique; a ratos simplemente dejaba que la vida pasara por delante de mí como quien ve pasar un tren: con sistemática melancolía hacia lo que le depara su destino. A ratos fui feliz. A ratos, por supuesto, no lo fui en absoluto.

En aquella terraza, mirando el mar y leyendo y dejando la vida pasar, empecé a ser consciente de que mi vida no era ni mucho menos tan interesante como yo había imaginado; no era, por ejemplo, ni la mitad de interesante que la vida exagerada de Martín Romaña. Mi primera reacción fue de consternación. La segunda, en cambio, fue de agradecimiento hacia el señor Bryce Echenique y hacia los escritores que tienen vidas interesantes o que saben hacer que su vida parezca interesante y por lo tanto consiguen que nuestra vida sea también interesante, emocionante, conmovedora e infinitamente más divertida que cualquier cosa que pudiera ocurrir en aquel pueblo de Cádiz a lo largo de ese verano. A pesar de esta certeza iluminadora, durante el tiempo que estuve allí yo me resistí a la evidencia y día tras día seguí escribiendo un diario, no así la novela, el triste y anodino y reflexivo y también exagerado diario de un escritor que ahora, años después, resulta paradójicamente interesante. ¿Por qué si no una pequeña editorial se ha mostrado interesada en publicarlo?

El respeto y la admiración hacia el señor Bryce Echenique no me impidieron empezar a vislumbrar la trágica y maravillosa revelación literaria que sólo ahora, mucho tiempo después, he comprendido del todo. Mientras estaba sentado en esa terraza, mirando el mar y leyendo y etcétera, comencé a sentir el peso de la tradición, el peso de todos los libros y de todas las literaturas y de todos los hombres y mujeres que habían escrito antes que yo obras magníficas y reveladoras y eternas, muchas de las cuales yo no había leído todavía y algunas más que posiblemente no vaya a leer jamás. Ese peso, muy leve al principio, fue creciendo hasta hacerse insoportable, como la culpa por traicionar a un amigo, como el sentimiento de fracaso, como el pecado capital. ¿Cómo podía yo convertirme en un gran escritor si no había leído esos libros (y a lo mejor no los leía nunca) y además bebía demasiado (sin sacar nada de provecho con ello) y mi estilo narrativo imitaba el estilo de los escritores que admiraba (como el del propio Bryce Echenique) y mi memoria retenía detalles sin importancia (como el precio del café) pero olvidaba las lecciones vitales (como reponerse ante la adversidad) y tampoco era perseverante (más de cinco años para escribir una novela de menos de 200 páginas) y no era demasiado valiente (huía de los problemas) y además no tenía amigos que me pudieran dar consejos o pistas o al menos presentarme a editores y escritores que sí lo hicieran (porque había ido a Cádiz completamente solo) y para colmo de males había logrado enfadarme con la mujer que me alojaba en su casa (y que fue la única persona que me aguantó durante aquel desesperante verano)? 

Alfredo Bryce Echenique tiene ahora más de 70 años y ha publicado en Anagrama una nueva novela, Dándole pena a la tristeza, un libro que apenas ha logrado interesarme. Hace unos días volví a ver a la mujer que me alojó en Cádiz. Desde que me marché de allí fueron pasando cosas, cosas que hicimos nosotros y otras cosas que escapaban a nuestro control y que nos llevaron a separarnos igual que antes nos habían juntado. No hablamos mucho de aquello. En realidad no hablamos mucho de nada. Antes de irse ella, esta vez de mi casa, le regalé un ejemplar de La vida exagerada de Martín Romaña, el ejemplar que yo leía aquella tarde en una terraza de un pueblo de Cádiz mientras tomaba un café por un euro con veinte céntimos y empezaba a vislumbrar una trágica y maravillosa revelación literaria que sólo ahora, cuando me enfrento a la duda sobre si publicar el diario escrito durante aquel verano, he terminado de entender en toda su magnitud, y es que la literatura no es una materia objetiva ni inmutable, que la literatura está viva, crece, muta, funda linajes y tronos y derriba reyes y reinados, que cualquier escritor puede resultar interesante un día y mortalmente aburrido esa misma noche, y que la literatura es un juego muy serio, posiblemente el más serio de todos, y también, desde luego, el más imprevisible, el más desesperante y el más burlón.   

Conclusión: ¿Por qué seguimos escribiendo y leyendo cuando hay tantas mujeres solas caminando por la calle y tantos hombres solos buscando pareja por Internet? Bryce Echenique lo expresó así en la dedicatoria que precede al libro que le entregué a la mujer de Cádiz (y que no era Octavia): A Silvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más.

¿Qué haremos si al final de todo descubrimos que la literatura se reduce a eso?



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