Juan Soto Ivars
Algaida
Hace meses que no escribo en este páramo en medio del
desierto, más o menos el tiempo que he tardado en tomar la decisión de abandonar
varios proyectos (éste se ha librado por poco) y empezar otros tantos que tarde
o temprano abandonaré cuando se me ocurran nuevos proyectos para reemplazar la
monotonía en que han caído los actuales. Por otra parte, hace semanas que me
estoy dedicando a leer otro tipo de novelas, negras, policíacas y de misterio,
novelas que no entraban en mis planes como parte de mi dura formación como
escritor atormentado, fracasado y autocompasivo. Finalmente, hace días que me
persigue Juan Soto Ivars, un joven escritor a quien aún no he tenido la suerte de
conocer, un joven escritor que termina todos los proyectos que emprende y se
lanza a por otros nuevos que nunca deja a medias, un escritor que huye del
patetismo de los principiantes y asume su valía y se enfrenta a cualquier reto para
lograr el éxito a toda costa, una postura lúcida y desde luego más rentable que
la mía, lo que no hace sino evidenciar mi condición de escritor inacabado,
inédito y angustiado. Por suerte, como no podía ser de otra forma, he empezado
a cansarme de este posicionamiento así que ya va siendo hora de darlo por
zanjado y enfrentarme a todos los hijos e hijas de este país que no paran de
escribir, para lo cual no me queda más remedio que seguir escribiendo, como
bien sabe el tirano SotoIvars.
El otro, el joven escritor Juan Soto Ivars, ha escrito dos
novelas heterogéneas e inclasificables (La
conjetura de Perelman y Siberia),
varios relatos recogidos en diferentes antologías de carácter irregular,
decenas de artículos de erudición, columnas de opinión surrealistas y
entrevistas más bien esperpénticas. Algo de todo eso se encuentra en su tercera
novela, Ajedrez para un detective novato
(Algaida, Premio Ateneo Joven de Sevilla), donde se mezclan en una turbamulta
sin precedentes las influencias de Valle-Inclán, del mejor Eduardo Mendoza y del
último Pynchon con algo así como ciertas sombras chinescas del Wilt de Tom Sharpe, y hasta ciertos
ramalazos erótico festivos del Bukowsky de Pulp.
Eso es lo que yo he podido encontrar en el libro, pero hay más. La sátira
constante, el humor desfasado y el falso cinismo del narrador le emparentan con
autores más jóvenes y menos estelares, como pueden ser Alberto Olmos y Frédéric
Beigbeder. La carcasa de género negro que lo envuelve todo y que se rompe en
mil pedazos nos recuerda que los géneros son intercambiables y que en la novela
cabe todo y que por eso es indestructible, y eso lo sabemos todos desde hace
mucho tiempo, aunque no sabríamos decir ya quién nos lo demostró, pero fue
Bolaño, qué cosa más rara, de los últimos en demostrarlo, como bien sabe el
tirano SotoIvars. A pesar de tantas parentelas, la novela de ese escritor joven
llamado Juan Soto Ivars tiene méritos indudables y propios, admirables y desternillantes
y, por lo tanto, también, alegremente envidiables.
Alguna vez he empezado la noche, tras alguna presentación o
ceremonia de premios anodina, rodeado de jóvenes escritores, algunos de los
cuales me consta que sí conocen al tirano SotoIvars. Mientras tomábamos las
primeras cervezas nos limitábamos a hablar de los proyectos pendientes que nos mantenían ocupados. Con la primera copa en la mano todos empezábamos
a hablar de la necesidad de renovar la repetitiva literatura de este país
decadente. Con la segunda copa todos me decían que tenía que ser yo quien
renovara la ultrajada literatura de este país corrompido. Tras injerir la
tercera copa yo les aseguraba que no, que estaba claro que iban a ser ellos los
que renovaran la pútrida literatura de este país pestilente. Encerrados en el
baño, con la cuarta copa apoyada en el retrete, todos estábamos de acuerdo en
que la literatura de este país da asco y que no merece la pena renovarla porque
está muerta. A partir de la quinta y sucesivas, entre balbuceos y sollozos,
todos admitíamos que lo único que deseábamos era escribir una novela decente que
se vendiera hasta en las gasolineras y forrarnos con ella para poder seguir
escribiendo novelas cada vez mejores que se siguieran vendiendo. Entretanto, lo
mejor que le podía pasar a la triste literatura de este país mediocre es que se
fuera muy a tomar por el culo. Sin embargo, a la mañana siguiente, con la
cabeza a punto de estallar y el cuerpo tiritando, yo no era capaz de recordar
aquellas ebrias confesiones y me castigaba por no haberme pasado la noche
escribiendo una novela que renovara de una vez por todas la repetitiva
literatura de este país decadente.
Como digo, hace días que me persigue Juan Soto Ivars. Un
editor de los pocos que conozco me invitó la semana pasada a la presentación de
su tercer libro, Ajedrez para un detective
novato, adonde no pude acudir porque tenía que atender otros proyectos en
su fase inicial. En todas y cada una de las librerías que visito me espera ese
mismo libro en las mesas de novedades, al que ha venido a hacer compañía una
antología de escritores nacidos en los años 80, entre los que no estoy yo y
ahora empiezo a intuir por qué, aunque sí están muchos de los amigos del tirano
SotoIvars con quienes he compartido algunos de esos intensos momentos de
embriaguez. En los medios que leo me encuentro con artículos de y sobre el
joven escritor Juan Soto Ivars. En los medios que colaboro me tengo que
disputar las escasas páginas dedicadas a la literatura con él. Mis amigos le
contratan a él para relanzar sus nuevos proyectos mientras que a mí me dan
largas o me plantean proyectos que tarde o temprano dejaré de lado. La otra
noche estuve con una antigua novia que nunca ha leído una sola entrada de este
desértico lugar, y sin embargo hace meses que sigue a Juan Soto en Twitter y es su amiga número 3.458 (aprox.)
de Facebook. Yo no tengo Twitter ni tengo Facebook y ni siquiera conozco a Juan Soto Ivars. Pero está claro
que la nueva literatura de este país desmemoriado necesita escritores como él.
Derrotado por las evidencias, me he propuesto un nuevo proyecto: seguir
de una maldita vez el ejemplo del joven escritor Juan Soto Ivars: es decir,
escribir, seguir escribiendo, y no tener reparos en remover cielo y tierra para
que se publique aunque sepa de antemano que no puedo, ni debo, aspirar a
renovar una literatura que se está renovando constantemente, lo sepamos a no.
Si no aparezco en las búsquedas de Google ni he formado un movimiento literario
que de por sí es un drama, si no recorro España presentando mi libro ni gano
jugosos premios, si no tengo amigos escritores con los que publicar antologías ni
conozco a los editores indies del
momento, si no soy hijo de nadie ni seré padre de nada, ¿qué importa todo eso? En
el fondo se trata de escribir, de seguir escribiendo (… hasta que cae la noche con un estruendo de los mil demonios. / Los
demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo.), hasta que
llegue el día, a Dios pongo por testigo, en que me enfrente cara a cara con el
tirano SotoIvars. Y entonces le derrocaré. O simplemente le daré las gracias por
haberme mostrado una alternativa a la catástrofe.
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